De la guerra a la dignidad: La Carta del Atlántico y el origen de un nuevo orden mundial

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Escrito por Valeria del Pilar Concha, comisionada de la comisión de Diálogos Humanos del Equipo de Derechos humanos de la PUCP.

 

Introducción:

Incluso en medio de la oscuridad más profunda, puede existir acuerdos que iluminen el camino hacia la paz. Así, en agosto de 1941, en medio del apogeo propio de la segunda guerra mundial y la geopolítica mundial configurándose a sangre y fuego, el primer ministro británico Winston Churchill y el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt se reunieron en secreto a bordo de un buque que navegaba en el Atlántico Norte.

Es a propósito de ese encuentro que se redacta la Carta del Atlántico, un documento breve pero sólido y visionario para la época que, más allá del objetivo principal que constituía el de agrupar esfuerzos frente a otras potencias del Eje, se estableció principios novedosos en la política internacional en aquel momento. Aquellas líneas firmadas trazaron el concepto moderno de “derechos humanos” que apenas se pensaba, convirtiéndose así en la semilla de un nuevo orden internacional que germinó en la fundación de la ONU, y poco tiempo después, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Un pasto en medio del caos: el origen en contexto de la Carta del Atlántico:

Para agosto de 1941, el mundo se encontraba sumido en la guerra. Dado ese panorama, la balanza del conflicto se inclinaba a favor de la Alemania nazi, además, gran parte del continente europeo sufría las consecuencias de la invasión fascista desde junio del mismo año, al mismo tiempo que Reino Unido resistía prácticamente solo en el frente occidental. Asimismo, si bien Estados Unidos aún no había ingresado formalmente a la guerra, ya que ello se daría posteriormente al ataque a Pearl Harbor en diciembre, su presidente Franklin D. Roosevelt ya había iniciado en ese momento a brindar colaboración en materia logística y económica al Reino Unido.

Dadas las circunstancias, Roosevelt y Churchill se vieron forzados a reaccionar con la mayor rapidez posible, por lo que sostuvieron un encuentro confidencial de cuatro días de duración en aguas internacionales, en específico, en el Atlántico Norte, cerca de la isla de Terranova. De ahí que, la reunión sostenida fue cuidadosamente planificada, pues lo último que se deseaba era la interpretación alarmista de una posible entrada de Estados Unidos a la guerra o anticipar a los países enemigos sobre sus planes.

El objetivo principal era concreto: coordinar estrategias para frenar efectivamente el avance de las potencias del eje y definir un marco político común que logre guiar el esfuerzo bélico. Pese a ello, el acuerdo conocido hoy como la Carta del Atlántico fue un paso más allá, porque logró trascender lo militar e implantó principios tales como la no expansión territorial, la autodeterminación de los pueblos y la cooperación económica internacional. Estos lineamientos buscaban no únicamente ganar la guerra, sino también diseñar el tipo de paz que vendría después, dejando las bases del nuevo orden que regiría al mundo.

Los ocho principios de la Carta: una hoja de ruta hacia la paz:

La carta del Atlántico dejó por escrito ochos principios que formuló un punto de quiebre en la idea sobre la estructura de las relaciones internacionales durantes la segunda guerra mundial, y estos fueron: no perseguir la ganancia territorial como consecuencia de la guerra, no modificar fronteras sin el consentimiento de los pueblos afectados, respetar el derecho de los pueblos a elegir su sistema de gobierno, asegurar la igualdad a través del acceso al comercio y a los recursos para todas las naciones, promover la cooperación económica global para elevar estándares mínimos de vida y seguridad, garantizar la paz mediante el desarme de las naciones agresoras y renunciar al uso de las fuerzas bélicas como instrumento de política internacional. Aunque si bien declarados en un contexto de gran magnitud sobre el uso de armas, estos principios luego se consolidaron como la piedra angular de un orden internacional basado en el respeto y observancia tanto de los derechos humanos como del derecho internacional.

La orientación que priorizó estos lineamientos era clara. Así, la autodeterminación de los pueblos concibió el reconocimiento oficial de un principio que hoy en día es primordial en el derecho con enfoque humanitario e internacional, consolidado posteriormente tanto en la Carta de la ONU como en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

Igualmente, la cooperación económica internacional atendió la necesidad de erradicar toda causa estructural de los conflictos, vinculando la estabilidad política con el bienestar social, brindando así un enfoque conocido hoy como el derecho al desarrollo y a la movilidad social. También el desarme de las naciones agresoras fue un tema básico pues se propuso prevenir la repetición de guerras totales, conectando así el derecho a la paz colectiva. Finalmente, la renuncia al uso de la fuerza se tornó en un pilar dentro del sistema de Naciones Unidas, expresado así en el artículo 2.4 de su Carta, por lo que se posicionó como una obligación jurídica para preservar la paz y proteger a las poblaciones de la violencia armada.

De la firma a la acción: la declaración de las naciones unidas (1942):

Aunque en un inicio la Carta del Atlántico de 1941 fue pensada como una declaración en común entre Reino Unido y Estados Unidos, pues comprendía principios universales como la autodeterminación, el desarme, entre otros que trascendencia al interés bilateral, luego debido  tanto a su configuración en términos amplios como a su apelación sobre la libertad y justicia atrajeron el interés por la adhesión moral y política de otros países que se oponían a las Potencias del Eje. En ese margen, se permitió en enero de 1942, que representantes de 26 países aliados, convocados en Washington, suscribieran la Declaración de las Naciones Unidas, comprometiéndose a luchar por aquellos preceptos como marco conjunto de acción. Así, este paso tuvo como consecuencia el reconocimiento de que el triunfo militar debe acompañarse de la construcción de un orden internacional que integre y valore el respeto a los derechos humanos y la soberanía de los Estados.

En definitiva, la transición de un acuerdo sellado por dos naciones a un compromiso multilateral sentó un cambio esencial en cuanto se refiere a la diplomacia de la guerra y el derecho internacional emergente. La Declaración de 1942 por un lado reafirmó lo dicho previamente en la Carta del Atlántico, y por otro lado transformó ello en una obligación para las sociedades: aquellos firmantes se comprometieron a utilizar sus recursos contra un mismo enemigo, a no negociar una paz individualista y a cooperar por la seguridad futura. Todo ello resulta en materia jurídica un paso importante para las bases de alianzas internacionales permanentes, que tiempo después sería lo que hoy conocemos como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), fundada en 1945 con una estructura institucional destinada a garantizar el cumplimiento efectivo de los principios proclamados. De esta manera, el documento se tornó en un pacto con alto alcance global pues dirigía la acción militar hacia objetivos de justicia, cooperación y respeto por toda la humanidad.

De declaración política a fundamento jurídico internacional:

Como se demostró hasta ahora, la carta del Atlántico tuvo una influencia decisiva sobre el primer trazo de la ONU, al exigir bases primordiales como la igualdad o la lucha por la paz. Es así como estos postulados, en pleno contexto de reconstrucción post segunda guerra mundial, fue útil como referencia normativa para un sistema que buscaba prevenir el ataque a la dignidad inherente del ser humano. De ahí que tres años después, se inspirase la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, lo que tradujo en derechos individuales específicos las aspiraciones reflejadas antes en la Carta, asociando tajantemente la paz y la seguridad internacional como garantía del ser humano.

Como resultado, gracias  a la Carta del Atlántico y el posterior desarrollo de la ONU, se llevó a cabo los primeros pasos hacia un orden internacional pensando en derechos y no en imperios, terminando con la idea perpetrada por siglos en las relaciones internacionales: el expansionismo colonialista y la hegemonía de las potencias. En otras palabras, este marco jurídico novedoso se institucionalizó y logró desplazar la legitimidad que hasta aquel momento ocupaba tanto la fuerza como la conquista territorial, sustituyéndola por la primacía de normas internacionales para su uso en colectivo. Así, el derecho internacional empieza a solidificarse bajo la premisa que la paz y la estabilidad no pueden sostenerse sobre la dominación de unos sobre otros, sino bajo el reconocimiento de la igualdad entre los pueblos y el respeto mínimo a los derechos fundamentales.

Las ausencias y contradicciones de la Carta:

La Carta del Atlántico proclamó la independencia de los pueblos como lema principal, pero guardó un silencio evidente sobre la descolonización inmediata. Este olvido no fue mera coincidencia; por el contrario, las potencias firmantes como Reino Unido, aún mantenían extensos imperios coloniales a los que no estaban dispuestos a renunciar en un plazo cercano. Por ende, se estructuró así una paradoja jurídico-política: en el papel se defendía el derecho de los pueblos a autodeterminarse mientras en la práctica continuaban los modelos de dominación colonial que negaban ese mismo derecho. O sea, en términos históricos y de derechos humanos, esta contradicción cristalizó la tensión entre el discurso normativo y el accionar político de las potencias, anticipando debates que, décadas después, conducirán a la aprobación de lineamientos como la Resolución 1514 de la Asamblea General de la ONU (1960).

Asimismo, la visión reflejada en la Carta se centró en las potencias vencedoras de la segunda guerra mundial, dejando en segundo plano las realidades, exigencias y perspectivas del Sur Global. A pesar de que se hablaba de cooperación internacional y la necesidad de una paz duradera, tanto las decisiones como las prioridades estaban orientadas a garantizar la seguridad e influencia geopolítica de los Estados más poderosos, sin reconocer efectivamente las necesidades históricas de naciones aún bajo el yugo colonial o recién independizadas. Dicho de otro modo, este nuevo orden nació con un sesgo estructural innegable, donde la universidad proclamada en ciertos principios se veía condicionada y afectada por las relaciones de poder heredadas en el colonialismo y expuestas en sus instituciones.

Conclusión:

En suma, la experiencia dada por la Carta del Atlántico demuestra que, incluso en medio de conflictos tan sensibles como una guerra, pueden surgir marcos normativos que lleven a la paz y dignidad humana anhelada, aunque estos también se ven afectados por los intereses de aquellos que ostentan el poder. El silencio frente a la descolonización como medida urgente y la centralidad asumida por las potencias continúan reproduciendo estructuras de opresión selectivas. Desde una visión comprometida con la justicia social y los derechos humanos, esta contradicción nos recuerda que la construcción de un orden internacional realmente inclusivo exige superar las jerarquías heredadas del colonialismo para así garantizar a los pueblos la realización de una vida plena, segura y con equidad mediante acciones concretas. Por todo ello y solo así, pensando en aquellos que menos tienen y que además se ven profundamente expuestos en situaciones tan adversas como lo es una guerra, se podrá dibujar el camino de un futuro donde la paz no sea el privilegio de pocos, sino el derecho de todos los pueblos.

 

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