Autonomía en disputa: el cuerpo de la mujer frente al control estatal y moral en el Perú

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Escrito por Derassú Ponce, integrante de la Comisión de Diálogos Humanos del Equipo de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

Resumen

El cuerpo de las mujeres en el Perú constituye un espacio de disputa política, jurídica y moral en el que se define el alcance real de los derechos humanos. A pesar de los avances normativos, la autonomía corporal continúa condicionada por un Estado que regula la sexualidad y la maternidad bajo criterios morales antes que jurídicos. Desde esta perspectiva, su regulación se convierte en una herramienta de exclusión y subordinación, al trasladar a la esfera moral decisiones que corresponden al ámbito de los derechos fundamentales. Este artículo propone que la injerencia de convicciones religiosas y morales en las políticas públicas de salud y educación no solo vulnera los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, sino que perpetúa una estructura de control incompatible con un Estado constitucional y democrático de derecho.

Palabras clave: Aborto terapéutico | Autonomía corporal | Derechos sexuales y reproductivos | Estado | Justicia | Violencia estructural de género | Moral | Salud pública | Educación sexual integral | Perú

1. Introducción: el cuerpo como territorio político

En el Perú, el cuerpo de las mujeres continúa siendo objeto de regulación estatal y de vigilancia moral. Las políticas públicas sobre la salud sexual y reproductiva, como son la distribución de la anticoncepción oral de emergencia, la educación sexual integral o el aborto terapéutico, etc., revelan una tensión constante entre la ley y la práctica administrativa.

Aunque el marco jurídico reconoce ciertos derechos, su implementación se ve limitada por prejuicios, objeciones de conciencia y una cultura institucional que prioriza la moral sobre la dignidad humana. Esta brecha entre norma y acceso real evidencia que el Estado no solo omite garantizar derechos, sino que, a través de su inacción o su ambigüedad, perpetúa formas estructurales de violencia contra las mujeres.

Hablar del cuerpo de la mujer en términos de derechos, no es un gesto retórico ni un debate moral; es reconocer que la posibilidad de decidir sobre el, constituye la base fundamental para el ejercicio de todos los demás derechos fundamentales. Sin autonomía corporal no hay ciudadanía plena, porque la capacidad de elegir cuándo y cómo gestar define también la posibilidad de estudiar, trabajar, participar políticamente y vivir una vida libre de violencia. El cuerpo, en este sentido, no es solo una realidad biológica, es un territorio político atravesado por relaciones de poder, control institucional y discursos morales que delimitan quién puede decidir y quién no.

Esa doble moral estatal se expresa en un discurso que aparenta proteger la vida, pero que, en la práctica, desprotege la salud, la integridad y la autonomía. El aborto terapéutico, regulado desde 1924, continúa siendo inaccesible en la mayoría de hospitales públicos; la anticoncepción de emergencia, aunque avalada tanto por la ciencia como por los tribunales, enfrenta trabas burocráticas y campañas de desinformación; y la educación sexual integral es boicoteada por sectores conservadores que pretenden imponer una moral única en el espacio público. Esta falta de voluntad política por generar un cambio no solo restringe el ejercicio de derechos concretos, sino que reproduce un prejuicio en el que el cuerpo femenino se entiende como un bien social, expuesto al control, al juicio y al castigo.

Desde un enfoque de derechos humanos, esta problemática no puede entenderse como un conjunto de fallas aisladas, sino como un patrón de violación estructura. El deber del Estado, conforme a la Constitución, la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la jurisprudencia de la Corte Interamericana, no se limita a abstenerse de interferir, sino que exige garantizar condiciones reales para el ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos.

En ese marco, el reciente caso Beatriz vs. El Salvador (Corte IDH, 2024) reafirma que negar el acceso a servicios de salud reproductiva en situaciones de riesgo constituye una violación a los derechos a la vida, la salud y la integridad personal. Así, el desafío peruano no es meramente normativo, sino ético y político, reconstruir la autonomía corporal de las mujeres como núcleo esencial del Estado de derecho y de la democracia misma.

El presente artículo sostiene que el Estado peruano ha subordinado la autonomía corporal de las mujeres a criterios morales y religiosos, incumpliendo su deber de garantizar los derechos sexuales y reproductivos. Se examinan diversas formas en que ese control se expresa desde la regulación del cuerpo de la mujer por medio de políticas públicas; posteriormente, la brecha entre la legalidad del aborto terapéutico y su aplicación real. Por último, se plantea una reflexión con respecto a la autonomía sobre el propio cuerpo como fundamento indispensable para una ciudadanía plena en el marco de la dignidad, igualdad y democracia en nuestro país como parte de un Estado laico y constitucional.

2. El control estatal y moral sobre el cuerpo

El control sobre el cuerpo mujer en el Perú se manifiesta de manera persistente a través de normas, políticas y prácticas institucionales que, lejos de garantizar derechos, los condicionan al juicio moral. Este control adopta formas diversas, desde leyes penales que criminalizan el aborto hasta protocolos médicos que restringen el acceso a la anticoncepción. La dominación patriarcal contemporánea se expresa no solo mediante la violencia física, sino a través de mecanismos simbólicos e institucionales que subordinan la autonomía femenina a la autoridad del Estado y de la moral social. Estas dinámicas revelan una estructura estatal que oscila entre la omisión y la opresión, lo que configura una forma de violencia estructural de género. Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el Estado tiene la obligación positiva de eliminar las barreras que impiden el acceso igualitario a los servicios de salud sexual y reproductiva, pues su persistencia supone una violación al derecho a la vida digna y a la igualdad ante la ley.

2.1 Anticoncepción oral de emergencia: entre la evidencia científica y la censura moral

El acceso a la anticoncepción oral de emergencia (AOE) en el Perú es uno de los casos más emblemáticos del control moral sobre las políticas públicas de salud. Pese a que la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2023) ha reiterado que la AOE no es abortiva y constituye una herramienta fundamental para prevenir embarazos no deseados y reducir la mortalidad materna, su distribución gratuita fue suspendida durante más de una década por decisiones judiciales influenciadas por grupos religiosos. En 2023, el Tribunal Constitucional del Perú, mediante el expediente N° 00238-2021-PA/TC, confirmó la obligación del Ministerio de Salud de garantizar su suministro, en cualquier centro de salud a nivel nacional, de forma gratuita, reconociendo que negarlo vulnera derechos a la salud y a la información. Sin embargo, tal como documenta PROMSEX (2025), la implementación ha sido irregular, la mayoría de regiones carece de stock, y el personal médico continúa actuando bajo prejuicios antes que bajo criterios técnicos. Esta contradicción revela que el Estado reconoce el derecho, pero permite que la burocracia lo neutralice. La moral dominante en torno a la sexualidad femenina funciona como una tecnología de control social que castiga la autonomía y legitima la desigualdad.

2.2 Educación sexual integral: el derecho a la educación para poder decidir

La educación sexual integral (ESI) es otro campo afectado donde el Estado peruano ha cedido espacio al discurso conservador, transformando un derecho en una controversia. De acuerdo con el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, 2022), la ESI constituye una herramienta esencial para prevenir la violencia sexual, los embarazos adolescentes y las infecciones de transmisión sexual, así como para promover la igualdad de género desde edades tempranas. Sin embargo, en nuestro país, su implementación ha sido fragmentaria y objeto de campañas de desinformación que la asocian erróneamente con la “ideología de género”.

El Guttmacher Institute (2023) advierte que esta resistencia cultural perpetúa la vulnerabilidad de niñas y adolescentes, especialmente en contextos rurales donde el silencio frente a la sexualidad actúa como mecanismo de control. En 2024, el Ministerio de Educación reconoció que solo el 35 % de escuelas públicas imparte contenidos de ESI de manera continua, lo que constituye una violación al principio de progresividad de los derechos humanos, promulgado en el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales (1966), documento jurídicamente vinculante para el Estado peruano. La falta de educación sexual no solo priva a las jóvenes de información vital, sino que reafirma un sistema patriarcal en el que el desconocimiento se convierte en instrumento de dominación. Por la misma razón, el negar el derecho a la información es también negar el derecho a decidir.

2.3 Violencia obstétrica: cuando la maternidad se impone como mandato social

La violencia obstétrica constituye una de las expresiones más normalizadas del control sobre el cuerpo de las mujeres. Se manifiesta en la medicalización excesiva, la negación del consentimiento informado, la humillación durante el parto y la indiferencia frente al dolor físico y emocional. El Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW, 2019) ha reconocido esta práctica como una forma de violencia de género institucional y la ha vinculado con la deshumanización de los servicios de salud. En el Perú, estudios recientes (Ministerio de Salud, 2023) documentan que las mujeres pobres, indígenas o rurales son las principales víctimas, son sometidas a esterilizaciones no consentidas, episiotomías innecesarias o prácticas invasivas sin explicación previa. Esta forma de violencia no es accidental, sino estructural, impone la maternidad como deber y castiga cualquier expresión de autonomía durante el proceso reproductivo. En conjunto, estas formas de control institucional operan como un dispositivo político que define el valor social de las mujeres, subordinando su cuerpo a la lógica del sacrificio y la obediencia.

3. El aborto en el Perú

El tratamiento jurídico del aborto en el Perú revela una profunda contradicción entre el discurso de protección de la vida y el incumplimiento del deber estatal de garantizar los derechos humanos de las mujeres. El Código Penal Peruano, en sus artículos 114 al 120, tipifica el aborto como delito en casi todas sus formas, exceptuando únicamente el aborto terapéutico, previsto en el artículo 119. Este se permite “cuando es el único medio para salvar la vida de la gestante o para evitar en su salud un mal grave y permanente”.

Sin embargo, pese a estar reconocido desde 1924, su aplicación práctica continúa siendo excepcional y limitada. La ausencia de protocolos efectivos, la falta de capacitación médica y el peso de la moral institucional han convertido esta excepción legal en una promesa vacía. Como advierte la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH, 2019), la criminalización general del aborto y las restricciones a sus causales constituyen una forma de violencia institucional que vulnera los derechos a la vida, a la salud, a la integridad personal y a la igualdad ante la ley.

La distancia entre la norma y la realidad demuestra una hipocresía legal, el Estado reconoce formalmente el aborto terapéutico, pero lo hace inaccesible mediante obstáculos burocráticos en donde la moralidad prima. El caso K.L. vs. Perú (Comité de Derechos Humanos de la ONU, 2005) reveló con crudeza esta omisión estructural, una adolescente de 17 años fue obligada a continuar un embarazo inviable, pese al riesgo vital que representaba. El Comité concluyó que el Perú violó los artículos 2, 3, 7 y 17 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, marcando un precedente mundial.

No obstante, casi veinte años después, el patrón de denegación persiste. Según PROMSEX (2025) y Human Rights Watch (2023), menos del 30 % de los hospitales públicos realiza procedimientos de aborto terapéutico, y en la mayoría de los casos se exige la aprobación de comités éticos inexistentes o la autorización de directivos temerosos de sanciones morales. Estas trabas configuran una violación estructural de derechos humanos, pues la omisión estatal equivale a una forma de violencia por negligencia institucional.

En lugar de avanzar hacia la garantía plena del derecho reconocido, el debate público peruano ha sido capturado por narrativas conservadoras que buscan restringir aún más los escasos márgenes legales existentes. En los últimos años, diversos proyectos de ley han intentado derogar la causal terapéutica o limitarla exclusivamente a la protección de la vida, no de la salud, de la gestante. A modo de ejemplo,el proyecto de Ley Nº 1520/2021‑CR que buscaba promover la “protección” del concebido. Estas propuestas, respaldadas por sectores religiosos y grupos autodenominados “provida”, buscan reinstalar en la legislación una moral única, desconociendo el carácter laico del Estado. La Comisión CEDAW (2023) ha advertido que la interferencia de creencias religiosas en las políticas de salud pública constituye una forma de discriminación institucionalizada contra las mujeres.

El impacto de esta criminalización es profundamente desigual. La penalización general del aborto no evita su práctica, sino que empuja a las mujeres más vulnerables, jóvenes, rurales o de bajos recursos, hacia procedimientos clandestinos e inseguros. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2023), el 60 % de los abortos en América Latina se realizan en condiciones de riesgo, y las principales afectadas son aquellas sin acceso a servicios médicos privados. Lo mencionado con anterioridad se evidencia en la investigación realizada por Salud con Lupa (2023), que, basada en estadísticas, estima que alrededor de mil mujeres abortan cada día en el Perú, es decir, más de 370 000 al año.

Por otra parte, la desigualdad social se traduce en desigualdad jurídica, mientras las mujeres con recursos acceden a clínicas que enmarcan los procedimientos dentro de la causal terapéutica, las mujeres con escasos recursos enfrentan persecución penal o muerte. Esta situación contradice el principio de igualdad ante la ley y perpetúa la exclusión estructural de género.

La reciente jurisprudencia interamericana reafirma que negar el acceso al aborto legal en contextos de riesgo constituye una violación directa a los derechos humanos. En el caso Beatriz vs. El Salvador (Corte IDH, 2024), la Corte declaró que la negativa estatal a interrumpir un embarazo inviable configuró trato cruel, inhumano y degradante, estableciendo que los Estados deben garantizar procedimientos seguros, oportunos y sin discriminación.

Este precedente es plenamente aplicable al contexto peruano, donde el Estado, al mantener la penalización general y obstaculizar incluso la excepción terapéutica, incumple las obligaciones internacionales asumidas bajo la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Debido a ello, reconocer el aborto como un asunto de justicia y no de castigo implica asumir que es un componente esencial de la dignidad humana y del principio democrático de igualdad sustantiva.

4. Reflexiones finales

El recorrido por las distintas formas de control sobre el cuerpo de las mujeres en el Perú permite constatar que la autonomía corporal sigue siendo una promesa inconclusa dentro del Estado constitucional de derecho. A pesar de los avances normativos y de la adhesión del país a instrumentos internacionales de derechos humanos, las omisiones estatales continúan reproduciendo un mecanismo de opresión para las mujeres. Su cuerpo, lejos de ser reconocido como un ámbito de libertad y decisión, sigue siendo tratado como un espacio de control político, religioso y social. En la legislación, en los hospitales y en las escuelas se libra una disputa silenciosa entre el derecho a decidir y la autoridad moral del Estado, una disputa que define quién puede ejercer derechos y quién solo puede aspirar a ellos.

El no acceso  al  aborto es quizá la expresión más visible de esta contradicción. Mientras el discurso jurídico proclama la protección de la vida y la dignidad, la realidad demuestra que la vida y la dignidad de las mujeres son sacrificadas en nombre de una moral que no es universal. El aborto terapéutico, aunque legal desde hace un siglo, sigue siendo tratado como una excepción vergonzante, sujeto al miedo administrativo y a la presión religiosa. Esta práctica revela que la maternidad deja de ser una elección y se convierte en mandato. En un país donde el aborto clandestino sigue siendo causa de mortalidad materna, negar el acceso al aborto seguro es una forma de violencia estatal.

Más allá del aborto, la ausencia de políticas efectivas de anticoncepción de emergencia, la resistencia a implementar la educación sexual integral y la naturalización de la violencia obstétrica forman parte de un mismo entramado, un modelo de control que administra el cuerpo de las mujeres según criterios morales y no según estándares de derechos humanos. Este modelo opera tanto en la ley como en la práctica. Penaliza, estigmatiza y, sobre todo, silencia. En un contexto donde el silencio se impone como política, hablar del cuerpo de las mujeres se convierte en un acto político. Reconocer que las mujeres viven condiciones desiguales es el primer paso para construir una justicia reproductiva que no las condene por decidir sobre sí mismas.

Es importante recordar que los derechos humanos no pueden depender de la ideología, de la religión ni de la coyuntura política, pues son exigencias mínimas de justicia que deben garantizarse al ser humano. Pero la transformación necesaria no puede reducirse a la modificación de leyes. El problema es estructural y cultural. Implica repensar la salud pública desde un enfoque de derechos humanos y no desde una lógica asistencialista. Supone, además, comprender que la autonomía reproductiva no es una concesión del Estado, sino una manifestación del derecho a la dignidad humana.

Por último, reconocer que el control del cuerpo de las mujeres no solo limita libertades individuales, sino que debilita la democracia misma. Un Estado que regula la maternidad, la sexualidad y la reproducción con base en la moral no es un Estado neutral, sino uno que perpetúa relaciones de poder y desigualdad. La justicia reproductiva, entendida como el derecho a decidir si tener hijos, cuándo y en qué condiciones, es una condición indispensable para la autonomía reproductiva. Solo cuando el cuerpo de las mujeres deje de ser campo de disputa moral y se convierta en territorio de autonomía, se podrá hablar de una verdadera ciudadanía. Es importante recordar que, la neutralidad de la ley ante la desigualdad estructural, equivale a complicidad: una complicidad que adopta la forma de un Estado que condena en nombre de la moral, pero abandona en nombre del derecho.

5. Bibliografía

Corte Interamericana de Derechos Humanos. (s. f.). Derechos sexuales y reproductivos en América Latina. Serie: R-26802. Recuperado de https://www.corteidh.or.cr/tablas/r26802.pdf

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Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica). (1969). Adoptada en San José, Costa Rica, el 22 de noviembre de 1969. Organización de los Estados Americanos (OEA).

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