
Escrito por: Gonzalo Gamio Gehri[1]
La defensa de la democracia y los derechos humanos atraviesa una de sus horas más oscuras. Un sector importante de nuestra (autodenominada) “clase política” ha constituido una suerte de alianza conservadora que se ha dedicado a erosionar principios fundamentales para la convivencia social en libertad, la administración de justicia, el cuidado de la ética pública y la meritocracia. De hecho, se han encargado de promover una serie de normas orientadas a favorecer a los grupos de interés a los que sirven, e incluso proteger economías delictivas, tales como la tala o la minería ilegales. El Congreso ha logrado que los partidos políticos involucrados en la presunta comisión de delitos no sean procesados por haber actuado como organizaciones criminales, e incluso el Defensor del Pueblo ha presentado una cuestionable iniciativa contra la ley de la extinción de dominio.
Esta clase de medidas nocivas para el país se enmarca en una política general de desmontaje de reformas que con mucho esfuerzo se habían emprendido desde la recuperación de la institucionalidad democrática en 2000. La destrucción de la reforma política y la demolición de la reforma universitaria son expresión de esta funesta actitud. Hace pocas semanas, los congresistas Rospigliosi y Cueto han conseguido que el pleno del Parlamento apruebe una ley que establece que los crímenes de lesa humanidad cometidos en el Perú antes del año 2002 puedan prescribir; esta medida contradice, por supuesto, la materia de los acuerdos internacionales sobre graves delitos contra los derechos humanos. Esta norma propicia la impunidad de aquellos malos agentes del Estado que perpetraron terribles actos contra la vida y la dignidad de muchos ciudadanos durante el manchaytimpu, pero también puede beneficiar a quienes han cometido actos terroristas en aquellas dos décadas de violencia. A primera vista, la alianza conservadora ha contribuido a llevar a cumplimiento el condenable propósito que enarbolaron en su día el Movadef y Fudep -, a saber, impulsar de facto una suerte de amnistía en favor de los criminales que provocaron la muerte injusta y prematura de cerca de setenta mil peruanos. Los congresistas no han asumido la defensa de las víctimas: han preferido tomar partido por la causa de los verdugos.
Estas medidas no han llegado solas. Las acompaña el esfuerzo por distorsionar la memoria sobre la tragedia vivida en el Perú entre 1980 y 2000. En el Congreso se han formulado proyectos de ley para despojar a la Alameda de la Memoria -donde se encuentra la escultura El ojo que llora-de su condición de patrimonio cultural de la Nación, y se ha impulsado una norma dirigida a establecer potenciales cláusulas de censura a películas nacionales que aborden temas vinculados al conflicto armado. Hace un tiempo se hizo público que un grupo de “especialistas” del Ministerio de Educación estaban revisando los materiales educativos con el propósito de vetar el uso de ciertos términos que resultarían incómodos para un sector de nuestros actores políticos. Las expresiones “conflicto armado”, “dictadura” y “conflicto social” figuran como “palabras sensibles” que, a juicio de estos funcionarios, deberían desaparecer de los textos escolares[2]. Estas iniciativas legislativas y conatos de censura apuntarían a reconducir nuestro modo de pensar y narrar nuestra historia reciente.
El diseño de una “historia oficial” aspira a consolidar políticas de silencio e impunidad en nuestra sociedad. En contraste, la reconstrucción pública de la memoria es un componente básico de los procesos de justicia transicional, dirigidos a recuperar la institucionalidad y reparar el daño producido a las víctimas de la violencia. El Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación constituye una investigación rigurosa acerca de lo ocurrido en el país durante el conflicto armado interno. El documento propone iniciar un debate público amplio a partir de las evidencias y los análisis formulados, con el propósito de extraer lecciones acerca de la tragedia vivida, asignar responsabilidades y generar mecanismos de no repetición. Nuestros políticos han intentado bloquear este diálogo desde que la Comisión fue creada. Luego de veintiún años de publicado el Informe, nunca hemos estado más lejos de alcanzar el objetivo de honrar el derecho a la verdad y a la justicia de quienes perdieron a sus seres queridos a causa del terror subversivo y la represión estatal. De hecho, los terribles sucesos de violencia ocurridos durante las protestas de diciembre de 2022 y los primeros meses de 2023 pueden concebirse como una consecuencia de la renuencia sistemática del Estado peruano y de un sector de la sociedad a enfrentar las zonas oscuras de su propia historia. La muerte de cuarenta y nueve ciudadanos a manos de efectivos de las fuerzas del orden nos recuerda dolorosamente los que vivimos en aquellos veinte años de conflicto.
Luchar por el esclarecimiento de la memoria y la defensa de los derechos humanos equivale hoy a nadar contra la corriente. Prácticamente todos los poderes que vindica nuestra “clase política” conspiran contra el ejercicio de la memoria crítica e ignoran la situación de las víctimas en el Perú. La única forma de recuperar la agenda de la justicia transicional pasa por reunir a los ciudadanos en torno a la causa de quienes lo perdieron todo en aquellos años terribles. Habrá que combatir en los espacios de discusión cívica y movilización colectiva no solamente la hostilidad de numerosos políticos locales frente a estas cuestiones de justicia básica; asimismo, tendremos que enfrentarnos al silencio de no pocos peruanos. Solo el compromiso de una ciudadanía activa podrá devolver el tema del deber de memoria al lugar que le corresponde en la esfera pública de nuestro país. Tenemos una deuda moral con nuestros compatriotas más vulnerables, aquellos que vieron truncadas sus vidas a causa de la violencia. Honrar esa deuda es condición indispensable para edificar un proyecto común, si queremos sentar las bases de una genuina convivencia democrática.
[1] Gonzalo Gamio Gehri es Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros La crisis perpetua. Reflexiones sobre el bicentenario y la baja política (2022), La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como investigaciones acerca de temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.
[2] https://epicentro.tv/censura-en-minedu-hacen-lista-negra-de-palabras-que-no-pueden-ir-en-libros-escolares/ .
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