El arte político de dejar infectar un raspón hasta amputarlo: Cómo llegamos al terrorismo urbano.
Consejo Editorial de Diálogos Humanos - - 0 162 ViewsEscrito por Gonzalo Morales, comisionado de Diálogos Humanos del Equipo de Derechos Humanos de la PUCP, y Eva Maria Gonzales, comisionada de Diálogos Humanos del Equipo de Derechos Humanos de la PUCP.
La eterna excusa del terrorismo
Esta no es la primera vez que el Estado afronta una crisis etiquetándola como terrorismo. Durante el conflicto armado interno, se promulgaron leyes que permitieron crear un prototipo de “terrorista”, cosa que permitió investigaciones frustradas, víctimas criminalizadas y faltas al debido proceso judicial. En particular, hablamos del Decreto 25475 (Presidente del consejo de ministros, 1992), cuyo objetivo fue incluir en una lista la mayor cantidad posible de actividades humanas y delitos comunes para tipificarlos como terrorismo (Velásquez, 2022). Estas normativas estipulaban que los civiles acusados de terrorismo o relacionarse con actividades afines, serían juzgados por tribunales militares. Además, los juicios, tanto en tribunales civiles como militares, se llevaron a cabo en secreto y estaban a cargo de “jueces sin rostro” (Amnistía Internacional, 1996). Cabe recalcar que dichos decretos han perdido vigencia, tanto por procesos de inconstitucionalidad como por las exigencias de los tratados internacionales de los que nuestro país es parte.
Este decreto conformó parte de las “Leyes antiterrorismo”, las cuales, por su redacción, permitieron que el delito de terrorismo se vinculara con grupos étnicos y con cualquier persona que expresara críticas contra el Estado, ¿No le aparece conocido?. En efecto, si usted organizara una protesta durante ese período, por más pacífica que fuese, podría ser señalado como terrorista. Esto queda claro al leer el Artículo 5 del Decreto 25475: “Los que formen parte de una organización terrorista, por el solo hecho de pertenecer a ella, serán reprimidos con pena privativa de la libertad no menor de veinte años…” (Presidente del consejo de ministros, 1992), en conjunto con el Artículo 12, que dejaba a discreción de las fuerzas militares y policiales la decisión de catalogar a una persona como sospechosa de terrorismo (Presidente del consejo de ministros, 1992). Aunque estas disposiciones tenían el propósito de agilizar investigaciones y procesos judiciales, su efectividad no justificó la brutalidad que permitieron.
En el Decreto Legislativo 895 se introdujo el concepto de “Terrorismo agravado” para actividades que, tuvieran o no relación directa con el delito de terrorismo, serían investigadas y juzgadas a discreción del Fuero Militar (Congreso de la República, 1998, Art. 3). Posteriormente, esta conducta fue denominada “Terrorismo especial” mediante el Decreto Legislativo 27235, manteniendo la misma estructura, especialmente en su artículo 3 y su primera disposición (Congreso de la República, 1999). Aunque el nombre cambió, el contenido regulado por el Decreto 25475 permaneció prácticamente intacto, perpetuando la inaccesibilidad a la justicia.
Al final del periodo fujimorista, muchas de estas normas fueron derogadas por procesos de inconstitucionalidad debido a las graves violaciones a los derechos humanos que representaban, especialmente en las gestiones de Valentín Paniagua y Alejandro Toledo. Desde el año 2000, el Estado ha enfrentado denuncias en foros internacionales, aunque el daño ya estaba hecho. Surgieron corrientes que justificaban las actitudes discriminatorias de la milicia de entonces, argumentando que actuaron en aras de salvaguardar la seguridad nacional, una narrativa reforzada por el temor al retorno del conflicto armado (Velásquez, 2022).
En suma, estas disposiciones abarcaban actividades comunes y delitos bajo la categoría de terrorismo. Sin embargo, esto no implica que el terrorismo no exista. Tanto la legislación nacional como la internacional ya establecen directrices claras sobre el uso de este término y las conductas que abarca. Sin embargo, resulta evidente que las medidas propuestas en su momento vulneraron derechos humanos, como la no discriminación y el acceso al debido proceso. Sobre lo primero, se retomará más adelante. En cuanto a la problemática actual, la Ley Nº 32108 es un ejemplo de la peligrosidad de criminalizar conductas comunes. Al mismo tiempo que denominarle “Terrorismo urbano”, evidencia el uso desproporcionado del término.
Definición de terrorismo
En un país como el nuestro en el que el ciudadano se vio expuesto durante el conflicto armado interno a los terribles efectos que produjo el terrorismo, de los dos bandos, la palabra terrorismo produce un especial miedo. Esto sin embargo no nos debe llevar a quitarle la naturaleza de sustantivo a terrorismo para convertirlo en un adjetivo sinonimo simplonamente de malo. Ante tanta desinformación vemos oportuno dedicar unos pocos párrafos a explicar qué es el terrorismo.
Este término es controvertido en la comunidad académica, ya que su definición varía según el criterio aplicado. En particular, nuestra legislación sí condena el delito de terrorismo y, para definirlo, se exigen ciertos requisitos. El Tribunal Constitucional señaló que tanto el Decreto Legislativo 895 como la Ley N.º 27235, que lo derogó, no cumplían con los principios de proporcionalidad de las sanciones ni con el de legalidad.
Por un lado, existía una confusión en la terminología, ya que no se diferenciaba claramente entre “seguridad nacional” y “seguridad ciudadana”. La seguridad nacional se refiere a un peligro inminente para el Estado, la integridad territorial y el sistema democrático, lo que implica la necesidad de una motivación ideológica o política. Por tanto, las leyes antiterroristas deberían aplicarse únicamente a delitos de esta naturaleza. Sin embargo, los artículos de las disposiciones mencionadas incluían faltas comunes. Por lo que, estas normas fallaron en cumplir con el principio de legalidad, que exige que las leyes sean claras y específicas. En este caso, no se identificaba adecuadamente el bien jurídico que se buscaba proteger (Tribunal Constitucional, 2001).
Es prudente mencionar que, en el mismo expediente, el Tribunal Constitucional determinó que se afectó el principio de interdicción de la arbitrariedad, el cual exige que toda acción del Estado y sus instituciones deba de ser coherente y justificada. Lo que las leyes antiterrorismo, en su versión de agravada y especial, no cumplían, por ejemplo:
El que integra o es cómplice de una banda, asociación o agrupación criminal que porta o utiliza armas de guerra, granadas y/o explosivos, para perpetrar un robo, secuestro, extorsión u otro delito contra la vida, el cuerpo, la salud, el patrimonio, la libertad individual o la seguridad pública, comete el delito de Terrorismo Agravado, aunque para la comisión del delito actúe en forma individual (Congreso de la República, 1998, artículo 1).
En este artículo se establecen actividades delictivas tipificadas como “terrorismo agravado” que ya estaban contempladas en el sistema legal como delitos comunes. Y aunque estas acciones sean cometidas por organizaciones criminales, no deberían ser calificadas como terrorismo, ya que carecen del elemento ideológico o político necesario para encuadrar en dicho término (Tribunal Constitucional, 2001)
En una línea similar, desde el Derecho Internacional, el terrorismo es definido como “Los actos criminales con fines politicos concebidos o planeados para provocar un estado de terror en la población en general, en un grupo de personas o personas determinadas” (AGNU, 1994, punto 3). De este modo, el terrorismo es más bien una herramienta ilegitima para lograr un objetivo de naturaleza política. Esta finalidad la distingue de otros tipos penales que pueden producir también terror en la población pero sin un interés trascendental.
Es preciso añadir que la comunidad internacional distingue algunos requisitos para diferenciar delitos comunes de actividades terroristas. De este modo, es evidente que existen esfuerzos por determinar una definición. Si se lleva a la generalidad, coinciden dos requisitos: fin político y amenaza a valores universales. Es necesario aclarar que aún no existe una definición determinante, ya que se discute si la motivación ideológica deba ser un criterio, lo que ha impedido su internalización como un crimen más en el Estatuto de la CPI (Ambos et. al., 2015). De cualquier manera, es también la comunidad internacional la que reconoce la finalidad de estos actos como una condición necesaria para dar claridad a este debate.
En pronunciaciones más recientes la Asamblea General de las Naciones Unidas reconoce que el extremismo violento, entendido como la intolerancia extrema que cuestiona la dignidad del otro, se muestra como una conducta que deriva en terrorismo a falto del debido control por parte de los Estados (ONU, 2015, punto 2). Sin embargo, ni siquiera esta relación de derivación ha llevado a que se caiga en una desnaturalización del término.
Ante la inexplicable rabia que suele producir en las personas la delimitación de la palabra terrorista, vale la pena hacer unas últimas precisiones. Si bien no se puede negar que el terrorismo es una conducta perversa que daña los derechos humanos, no toda conducta perversa que daña los derechos humanos es terrorismo. Del mismo modo que no llamar tulipán a una rosa no le quita la naturaleza de flor, el no llamar terrorismo a otras graves conductas delictivas no las hace menos despreciables.
Los mil y un terrorismos
Ante la ola de inseguridad los poderes del Estado y algún fanático han intentado convencer al pueblo peruano que la respuesta está en la tipificación del tipo penal de terrorismo urbano, criminalizando la protesta social (Redacción RPP, 2024). En un reciente discurso, la presidenta Dina Boluarte ahora acuña e invoca “terrorismo de imagen”, una criolla innovación de nuestro ejecutivo que busca criminalizar a los periodistas que le critiquen (Calderon, 2024).
Por esta curiosa situación tan peruana nos vemos en la necesidad de convencer a usted, nuestro querido lector, que la respuesta no está en convertir cada artículo de nuestro Código Penal y actitud que incomode a quien gobierna en una clase nueva de terrorismo. Más allá de la explicación formal antes dada del término, sabemos que si en algo destacamos en este país es nuestra preferencia por el pragmatismo en detrimento del desarrollo dogmático teórico. En este sentido, la explicación aquí dada estará basada en los efectos reales que puede traer el clasificar todo como un terrorismo.
Antes de entrar a este análisis es necesario introducir un concepto especialmente útil: El Derecho Penal Simbólico. Este fenómeno se trata de la legislación de tipos penales que no buscan la efectiva protección de un bien jurídico, nosotros preferimos derecho fundamental, sino un efecto político, como la necesidad de que la población vea satisfecha su necesidad de que el gobierno cumpla su función, aunque no sea efectivamente el caso (Hassemer, 1991, p.36). Es relevante mencionar que el simbolismo en el Derecho Penal no es necesariamente algo malo, pues es incluso parte de su función preventiva, lo problemático llega cuando es únicamente simbólico. Esto da como resultado el rompimiento de la mayoría de principios del Derecho Penal e incluso la confianza de las personas en la Administración de justicia, dañando todo el sistema (1991, p.35-36). En un país como el nuestro, con una grave crisis de institucionalidad, lo que menos podemos buscar es dar la estocada final a la idea misma de gobierno.
¿Cúal es el beneficio que nos van a traer aumentar las penas y poner más agravantes? Al criminal poco o nada le va a importar si unas líneas en un Código tan ajeno a él dicen que pasará toda su vida en prisión o le mandan a hacer volteretas, pues sabe bien que en este país esas líneas no son más que letra muerta. Tenemos que introducirnos entonces al concepto de efectividad de la pena.
El Derecho Penal es una rama especialmente curiosa del Derecho, una especialmente violenta. En un juicio penal no estás buscando a quién debe pertenecer una propiedad, sin ningún ánimo de quitarle importancia a tal tarea, se habla de quitarle la libertad a una persona. Una medida así necesita de una gran justificación: la protección de los derechos fundamentales del resto. Sin embargo, si se insiste en crear un Derecho Penal que solo sirve de símbolo y no logra evitar la realización de delitos, no tenemos legitimidad real (Luzón, 2012, p. 125).
Mientras que desde hace 40 años que las penas se han duplicado o triplicado, los índices de criminalidad en Latinoamérica son entre tres y cinco veces más que el promedio mundial. Este enfoque en castigar a más personas, más fuerte y lo más posible no ha logrado reducir el índice delictivo, únicamente gastando esfuerzos que podrían ir dirigidos en las causas reales de este (Lopez, 2008, p.125). Este fenómeno, por supuesto, no es ajeno al Perú. Ante la inseguridad ciudadana los candidatos prometen y prometen penas más altas para ganar unos cuantos votos, el problema sigue sin solucionarse y el ciclo persiste.
Si la experiencia nos muestra que este enfoque retributivo no funciona, ¿por qué insistimos en ello? Quienes escribimos estas líneas creemos que la respuesta es sencilla. Las personas tenemos miedo de salir a las calles. Muchos han canalizado ese miedo como una sed de venganza. Pareciera que la población prefiere que el criminal sufra a evitar que las personas lleguen a delinquir. Aquí, por supuesto, juega un importante papel la educación. Para muchos, su “sentido común” les dice que las penas altas evitan los delitos. La pena cruel sin un respaldo institucional que asegure la igualdad ante la ley y el gobierno bajo el Derecho no detienen el delito, lo que detiene el delito es que las penas se ejecuten realmente (Luzón, 2012, p. 129). Es importante añadir que la pena que se ejecute debe ser acorde a los fines y principios del Derecho Penal.
Dicho esto, ¿cuáles son los beneficios que podría traernos clasificar la extorsión y el sicariato como terrorismo urbano? Sinceramente, no podríamos responder esta pregunta. Los parlamentarios que han propuesto esta ley han fallado sistemáticamente en decirnos los beneficios que podría traer una norma así, únicamente llamando “caviar”, “terruco” o “mafioso” a quien la cuestione. Si quienes desean crear la norma no saben para qué sirve, menos podremos dar una respuesta nosotros. Nos disculpamos profundamente con quien lea estas líneas, pero tendrá que pedir una explicación al parlamento, con todos los peligros que eso implica.
Durante años Latinoamérica se reconoce por su debilidad para impartir justicia y tener gobernadores transparentes, lo que afecta la confianza de la ciudadanía. Problema que comparte el Perú, es un sistema débil que no respalda a quienes insiste en proteger y no actúa frente a quienes delinquen. La efectividad de las penas no depende de nuestros códigos o cuántos años estipulan para saldar deudas por los delitos que tutelan. La ineficiencia social de las normas es consecuencia de que quienes nos gobiernan no aplican las leyes existentes y no estudian las que proponen. Si sumamos factores, estamos ante la falta de información clara de nuestros políticos y sus decisiones (1), comunicación real entre las partes interesadas (2), la libertad de sustentar perspectivas distintas (3), y transparencia en el Estado (4) (MacLean, 1998).
En primer lugar, tenemos autoridades que se niegan a sustentar sus posturas frente a la ciudadanía o evitan brindar información. “No nos vamos a distraer con asuntos menores”, dijo nuestra Presidenta de la República frente a la crisis nacional y huelgas de transportistas, a la vez que señaló dichas protestas como causantes de pérdidas monetarias (Zeballos, 2024). Siendo de conocimiento general que el crimen organizado ha provocado pérdidas humanas, en este escenario ¿tiene sentido darle un precio a la vida de un ser humano?.
En segundo lugar, la ineficiencia normativa también es consecuencia de la desvinculación que tiene el Estado con la ciudadanía. Esto queda claro con las declaraciones de nuestros “protectores”: “Los que han salido encabezando el paro son informales, no son las compañías formales de transporte… Ellos no tienen una representatividad real sobre la masa de transportistas que tenemos en el país” (Meza, 2024), señaló en una entrevista el congresista Jorge Montoya, asegurando además que estos grupos violentos estaban influenciando de mala manera al resto de la población. ¿Pero dejan de ser informales cuando apoyan su partido?
En tercer lugar, ¿cómo se espera que se confíe en un Gobierno que le teme a la crítica?, “Controla a ese hue… de La Encerrona”, frase dicha por el Ministro del Interior Juan Santivañez, orden que fue denunciada por el periodista de La Encerrona, Marco Sifuentes (Muñoz, 2024). Finalmente, ¿qué respaldo puede ofrecer el sistema judicial si es obstaculizado o reprimido? La constante frustración de investigaciones a altos mandatarios, como lo demuestra la reciente persecución contra miembros del Equipo Especial de Fiscales contra la Corrupción del Poder y el Ministerio Público (Muñoz, 2024), refleja la gravedad de la situación.
En síntesis, una institución débil e incapaz de sustentar sus decisiones para dirigir una nación y enfrentar los flagelos sociales que la aquejan (incluidos algunos miembros de su propio gabinete) no puede esperar una obediencia ciega, ni que el Derecho penal resuelva mágicamente los problemas de los que es responsable. El Estado tiene la obligación de asegurar que todos los factores mencionados contribuyan al buen funcionamiento de nuestro ordenamiento jurídico. Contamos con leyes y con penas suficientemente severas, la mayoría de las veces excesivamente estrictas; lo que nos falta es un aparato que las haga efectivas.
¿Los militares a las calles?
Ante la ola de inseguridad ha vuelto a surgir el tan clásico y latinoamericano discurso de recurrir al control militar. Es claro y hasta entendible que ante el miedo a ser asesinado por unos meros 7 soles y el abandono de las instituciones supuestamente democráticas el ciudadano busque en cualquier figura a una especie de salvador. Sin embargo, no podemos precipitarnos. Ante la tendencia que tenemos los peruanos de autorecetarnos mil y un placebos para enojarnos cuando la fiebre solo ha empeorado, vale la pena analizar cuál es la verdadera efectividad que podría tener una medida de este estilo y si es siquiera deseable.
El uso de la milicia para combatir la criminalidad organizada no es algo nuevo a nivel mundial. Con gran influencia estadounidense, impulsado por la comunidad internacional, desde hace bastantes años usa la milicia para la llamada “Guerra contra las drogas” (Sansó-Rubert, 2013, p.122). El Perú no es ajeno a esta tendencia, teniendo nuestra milicia también atribuciones en la lucha contra la producción y tráfico de drogas. Sin embargo, la inseguridad ciudadana que hoy azota nuestras urbes no es necesariamente igual.
La delincuencia puede ser materia de las fuerzas armadas en tanto ponga en peligro la supervivencia del Estado, especialmente si tiene una naturaleza transnacional (Sansó-Rubert, 2013, p.121). Como explica Nicolas Zevallos, las organizaciones criminales que ahora ocupan nuestras calles son un fenómeno transfronterizo que se moviliza con facilidad entre países y así se adapta a las regulaciones que se pueda poner en uno u otro (Marco Sifuentes, 2024). Así, al menos tenemos una presunción que podría llegar a justificar el uso de la milicia en la lucha contra el crimen organizado en el espacio urbano.
Varias manifestaciones del narcotráfico suelen darse en zonas alejadas de las urbes. Así, mientras la policía suele encargarse de las manifestaciones del problema en la vida usual del ciudadano, los grandes aportes de la milicia suelen ser en las fronteras o en las plantaciones de difícil acceso. Sin embargo, la delincuencia organizada que hoy nos azota basada en extorsiones y sicariato es necesariamente un problema que se genera, desarrolla y concreta en las grandes aglomeraciones de personas. Un policía, al menos en teoría, tiene la preparación para enfrentar un problema de esta naturaleza y todo lo que ello implica, incluido el respeto a los derechos cívicos, humanos y fundamentales. En cambio un militar no requiere usualmente de estas habilidades por la naturaleza de sus actividades, ello sin desmerecer la influencia de estándares de derechos humanos dentro de la actividad militar como el Derecho Internacional Humanitario.
Quien piense que la respuesta está en quitarle funciones a la policía para dárselos a las fuerzas militares se basará, hemos de suponer, en que estos presentan una mayor eficiencia que la policía. Sin embargo, vemos que ahora mismo en casos como el de los barcos pesqueros chinos que ni siquiera están en capacidad de cumplir sus funciones tradicionales como el asegurar la integridad del territorio nacional y sus fronteras ante otros países (Silva, 2024). De este modo, incluso el más desesperado ha de abrir los ojos y darse cuenta que nuestras fuerzas armadas también necesitan de un gran reforzamiento y reestructuración.
¿Vamos a quitarle el problema a una ineficiente y falta de presupuesto policía para dársela a una ineficiente y falta de presupuesto milicia? Un simple traspaso de funciones no arregla absolutamente nada. El uso de las fuerzas armadas para combatir la delincuencia organizada no es algo necesariamente malo. Sin embargo, debemos analizar hasta qué punto lo que el miedo instrumentalizado pide es una medida razonable conforme al Estado Democratico de Derecho, con todas las reformas que ello implica, y no un atropello a las instituciones que busca rendirse nuevamente ante el autoritarismo.
Si recordamos los eventos de inicios de 2023, vivimos una ola de violencia desencadenada por el descontento hacia la jefatura del Estado y la frustración ante el abandono gubernamental en las regiones de la sierra y la selva del país. Con la llegada al poder de la presidenta Dina Boluarte y su decisión de emplear a los militares para reprimir las protestas, la ferocidad de los acontecimientos tuvo consecuencias devastadoras. Apurímac, Ayacucho, Madre de Dios, Tacna, Cusco, Puno y Moquegua fueron declarados en estado de emergencia, lo que trajo consigo la intervención militar en estas regiones (Presidente del Consejo de Ministros, 2023).
Lejos de pacificar la situación, esta medida exacerbó el conflicto. Desde entonces la mandataria ha sido denunciada ante la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad más de una vez, esto tras la muerte de 49 personas, 155 intentos de asesinato y 937 heridos, quienes, según las investigaciones, fueron atacados de manera desproporcionada por las fuerzas del orden (Gómez, 2024).
Recordemos también que, durante las movilizaciones, se reavivó el fenómeno del “terruqueo”, asociando a los manifestantes con organizaciones terroristas debido a prejuicios discriminatorios heredados de las leyes antiterroristas previamente mencionadas (Velásquez, 2022). Es evidente, entonces, que existen consecuencias tanto de etiquetar como “terrorismo” actividades normales y derechos fundamentales (ej. el derecho a la protesta) como delitos comunes ya contemplados en el sistema legal.
Sin embargo, es interesante destacar que el “terruqueo” ha experimentado una transformación en la era moderna. Hoy en día, este fenómeno se ha trasladado a las redes sociales, donde la estigmatización, alimentada por antiguas disposiciones legislativas, es aún más evidente y se emplea para construir un arquetipo negativo de las comunidades andinas y pueblos originarios. Siendo la discriminación una herramienta para ignorar y estigmatizar las peticiones que tengan (Mago, 2023). Calificar de terrorismo la inconformidad con cómo se dirige el Estado ha facilitado la discriminación, deshumanización e invalidación de quienes se sumaron a la huelga en 2023. En esa ocasión, en lugar de ser escuchados, fueron recibidos con disparos y bombas lacrimógenas. ¿Le resulta familiar?
De este modo, podemos concluir que, en el contexto peruano, las Fuerzas Armadas no son aquella respuesta rápida que nos puede salvar de esta gran inseguridad fruto del pésimo manejo de la problemática de las organizaciones criminales por parte del gobierno.
Política criminaln’t
El gobierno ya con anterioridad, en medidas como los ya eternos estados de emergencia, ha preferido medidas rápidas restrictivas de derechos sin fundamentos, que además estigmatizan al ciudadano. De este modo, se ha dejado que los índices de criminalidad sigan aumentando en la realidad en vez de diseñar una política criminal efectiva (Zabala, 2017 p.126). Si queremos dejar de ser asesinados por el grave error de hacer uso de nuestras calles, tal vez debemos dejar de creer que la criminalidad se resuelve renunciando a nuestros derechos con medidas rimbombantes que al final del día solo sirven para que el ciudadano crea que se ha hecho algo y las bandas criminales, fuera y dentro del parlamento, puedan seguir operando con tranquilidad.
Cuando se intenta combatir la criminalidad con medidas puramente políticas sin escuchar lo que las ciencias como la criminología tienen que decir se puede dar el resultado contrario, aumentando los niveles de criminalidad (Zabala, 2017, p.129). Por ello, el primer paso para lograr que se protejan nuestras vidas, es parar un momento y analizar metódicamente cómo funciona el problema. El crimen es un fenómeno complejo y multicausal que nuestras autoridades se niegan a reconocer. Pretender resolverlo únicamente con un Derecho Penal retributivo que solo actúa una vez ya se ha roto la convivencia, cometido el injusto, no nos va a dar seguridad. Lo que se debe buscar son medidas preventivas que logren no necesariamente dar castigos más grandes, sino evitar que siquiera se de el injusto (2017, p.131). Con este enfoque preventivo propio de la criminología, analicemos cómo es que deberían funcionar realmente nuestras instituciones. Advertimos sin embargo que este artículo no pretende hacerle el trabajo al legislador, sino únicamente exponer algunas directrices de gran utilidad.
Comprendemos que hoy puede ser muy difícil confiar en la policía, pero esta no es necesariamente el gran enemigo del pueblo. El actuar de nuestros oficiales nos hace olvidar con regularidad que son los policías los encargados de la defensa de los Derechos Fundamentales y Humanos en los espacios más cercano al ciudadano de a pie (Osse, 2007, p.24). Sin embargo, según una encuesta realizada en julio del 2024 , el 63 por ciento de la población confía poco o nada en la policía (IEP, 2024, p.20). Este es un claro indicativo de que las personas no han sentido que sus derechos han sido efectivamente protegidos. Ello es especialmente peligroso pues no sólo hace cuestionar únicamente a la policía, sino que también provoca un cuestionamiento a la misma existencia de los derechos de las personas.
Importante aquí es desmentir esa vieja dicotomía que pretende decir que los Derechos Humanos son un impedimento al actuar policial. Los Derechos Humanos son un estándar mínimo de profesionalidad acorde a los fines de orden público en el que los policías han de ser instruidos y rendir cuentas, individualmente y como institución. Importante es mencionar que la rendición de cuentas no implica la completa sujeción de ésta a otro poder, en tanto la policía siempre necesitará de cierto espacio de discrecionalidad para cumplir sus funciones. Ello implica a su vez una cadena de mando que inculque un verdadero espíritu de defensa a los Derechos Humanos (Osse, 2007, p.30-31). Esta es la primera gran reforma que se necesita. Un sistema bien organizado que logre asegurar que el actuar policial sirva efectivamente al interés público, es decir la defensa de los derechos humanos de toda la población, y no algún interés particular. Ello por supuesto implica una gran limpieza en un órgano notablemente corrupto.
Igualmente relevante es reformar el proceso de selección de policías. Se ha de excluir de las labores policiales a cualquier individuo que no se alinee con los valores propios de una institución que tiene por un fin la defensa de los derechos de la ciudadanía. Esto también implica reformar el proceso de formación por uno en el que se asegure la instrucción por el tiempo suficiente para que se asimile los estándares en Derechos Humanos, el respeto al Estado de Derecho, el contacto con la comunidad, multidisciplinariedad y continuidad, no acabando solo con la iniciación. Importante es que esta formación no sea únicamente de los nuevos ingresantes, sino que es necesario y prioritario que los más altos mandos también sean cuidadosamente formados (Osse, 2007, p.31-32). Sin embargo, consideramos que no basta con aplicar estos puntos ciegamente. Sabemos muy bien que el Perú adolece de la tendencia a importar normas y procedimientos de otros ordenamientos sin realmente comprenderlas creando más problemas de los que se resuelven. Si bien la reforma se debe realizar bajo estos principios rectores, se debe analizar a fondo nuestra realidad y cómo hemos llegado a tener una policía que se siente tan ajena al resto de la población.
Llegamos necesariamente a una incómoda verdad para la línea de ataque a la delincuencia a la que estamos tan acostumbrados, la respuesta no está en el Derecho Penal únicamente. Si bien tenemos que solucionar las deficiencias actuales en la legislación penal, lo que realmente deseamos es prevenir que los crímenes ocurran y no simplemente castigar a quienes los cometen. Nadie va a negar el factor necesariamente preventivo del Derecho Penal, pero las medidas preventivas más fuertes corresponden al Derecho Administrativo, mucho menos llamativo en una campaña política. Estas políticas preventivas van mucho más allá que la policía, pero necesariamente le incluyen.
Así debemos llegar a lo que en otras jurisdicciones y la doctrina se llama el Derecho Policial, una sub rama del Derecho Administrativo, que busca regular la protección del interés público por parte de las fuerzas policiales vinculado al funcionamiento del Estado (Bezpalova et. al., 2021, p.10). Esto implica usar las fuerzas policiales no únicamente como persecutores de criminales, sino para implementar medidas de carácter administrativo preventivo que eviten la creación siquiera del injusto. Así se pasa de la idea de la fuerza policial como herramientas de represión autoritaria del Estado a una expresión de las instituciones democráticas y transparentes del Estado en función de los ciudadanos (2021, p.9). Esta forma distinta de entender a quienes están destinados a protegernos es tal vez el cambio cultural más importante para dejar de rememorar el sometimiento a gobiernos autoritarios como algo necesario y bueno.
Lo dicho hasta el momento no implica que basta con reformar la policía para solucionar los problemas que ahora acontecen. La policía es simplemente una pieza en el gran entramado que supone la defensa de los derechos de las personas. Si se quiere realmente que lleguemos a un orden público se requiere de reformas en el resto de piezas del sistema de seguridad y justicia, con todo lo que ello implica (Osse, 2007, p.35-35). Aquí llegamos, tal vez, al problema más grande que tenemos. No importa si de algún modo se logra la voluntad política para hacer la más excelente reforma en la policía, limpiando a los elementos indeseables, formando correctamente a absolutamente todos los miembros de las fuerzas y estableciendo mecanismos de control que aseguren el correcto actuar en base al interés público. No, nada de eso serviría porque el resto de instituciones también son muy deficientes. Por la extensión de este artículo no vamos a desarrollar cada una de las instituciones que requieren de reformas, solo las que consideramos más relevantes, para poder hacer funcionar una política criminal real, pero esta en verdad incluye a prácticamente todas las instituciones en nuestro país.
Así que, pongámonos a analizar ahora un poco a nuestro flamante Poder Judicial. Las estadísticas aquí son incluso menos esperanzadoras. El 75% de la población confía poco o nada en el Poder Judicial (IEP, 2024, p.25). Cuando se dice que el Poder Judicial está fallando lo que realmente se quiere decir es que se le está negando la justicia al ciudadano. Esto es por supuesto un problema extremadamente complejo que incumbe necesariamente a todos los que usan el Derecho. En un trabajo de esta naturaleza sería imposible trabajar a detalle cada una de las aristas que envuelven este problema, pero mencionaremos algunas de las que consideramos más urgentes.
Es común en las facultades de Derecho escuchar el gran problema de los magistrados provisionales producto de la dictadura fujimorista (De Belaunde, 2006, p.15), problemática que no ha sido solucionada. Mantener a un juez en esta posición especialmente vulnerable le impide aplicar correctamente el Derecho. Es en parte esta realidad la que hace que los jueces puedan verse inclinados a no aplicar herramientas como el control difuso o a dar una sentencia que pueda incomodar a quien gobierna, neutralizando la función contramayoritaria de los jueces. Un correcto funcionamiento del Poder Judicial exige que poder hacer una línea de carrera. Esta estabilidad nos dará jueces mucho más especializados capaces de buscar la justicia entre las normas.
Otro gran problema es la enseñanza del Derecho. A diferencia de muchas carreras de ciencias, para enseñar Derecho, como muchas otras humanidades, necesitas únicamente un aula y un profesor. Por la gran demanda y poco control a la calidad de este, resulta una excelente inversión hacer facultades de Derecho. De este modo aumentan los graduados en Derecho, pero no su excelencia (De Belaunde, 2006, p.94-95). Es innegable que se ha intentado corregir esta situación con la creación de la SUNEDU, pero ante los constantes ataques del parlamento a los controles de esta institución no hay mucho que se pueda celebrar. La forma en la que se enseña el Derecho incide directamente en el bienestar de la población y esto no debería ser tomado a la ligera.
Finalmente, hay que resaltar un problema que afecta gravemente al Poder Judicial, pero también a prácticamente todas las otras instituciones en nuestro país. Se necesita entonces reformar y reforzar también los organismos de control anticorrupción (De Belaunde, 2006, p.106-110). Con esto no pretendemos decir que la corrupción sea un fenómeno puramente jurídico. La corrupción es más bien un fenómeno cultural que requiere de mucho más que simples reformas legislativas, sin embargo, si las instituciones del Estado legitiman esta cultura en su legislación poco se podrá hacer para cambiarla.
Relevante es también mencionar que el Tribunal Constitucional se pronunció en una sentencia el 2020 declarando algunas cárceles en nuestro territorio en un estado de cosas inconstitucional. Estás teniendo que ser cerradas para el año 2025 de no adecuarse a los estándares mínimos de dignidad humana (Lovón, 2020). Tenemos entonces que ni siquiera las cárceles están en un estado en el que se pueda cumplir los fines de rehabilitación del Derecho Penal.
La erosión democrática es un proceso en el que autoridades elegidas democráticamente en su accionar van debilitando las instituciones propias de una democracia (Pérez-Liñan y Pagés, 2022, p.2). Creemos que hasta el momento el lector podrá haberse dado cuenta que este es el fenómeno que ha producido lo que hemos narrado en estos pocos párrafos. La incompetencia instrumentalizada de a quienes les hemos dado nuestro voto para autorizarlos a gobernarnos han usado el poder que les hemos prestado para convertir las instituciones en un montón de siglas bonitas sin ninguna utilidad real.
Si queremos solucionar el gran problema de la inseguridad se necesitan grandes reformas estructurales en todas las instituciones. Solo así podremos estructurarlas en un sistema que las englobe a todas en función de una política criminal real. Sin embargo, para esto es necesario comenzar a escuchar a los expertos. El crimen no es una cuestión política, no es un eslogan de campaña, es una ciencia llena de preparadisimos estudiosos. Cada uno tiene su función y el congresista debería comenzar a escuchar a los expertos para poder plantear soluciones reales. Sin embargo, comprendemos que algo así requiere de una voluntad política inexistente.
Breves reflexiones finales
A pesar de lo que muchos conservadores prefieren creer, la inmigración por sí sola no es responsable de la crisis de la magnitud que enfrentamos hoy. Una política criminal adecuada habría sido capaz de neutralizar los problemas actuales antes de que siquiera se gestaran. Lo que al principio fue solo un leve raspón que requería ser limpiado con agua y jabón, se ha infectado al punto de que ahora parece necesitar una amputación, fruto de la incompetencia instrumentalizada. Sin embargo, no creemos que hayamos llegado aún a ese extremo; estamos peligrosamente cerca de perder un brazo, pero aún podemos salvarlo. Todo dependerá de si se encuentra, en algún lugar, la voluntad política para implementar las reformas, aunque ya sean tardías.
La posible pérdida de este brazo, que esperemos no sea el Derecho o la democracia, tal vez sea por la gangrena que adquirimos hace años, desde esa guerra sucia que infectó en nosotros un corte profundo. Sin embargo, a costa del dolor que produce, nuestro Gobierno como un fraudulento doctor, ha decidió prescribirnos otra caída. La putrefacción nos ha seguido desde hace varios años y nuestro Congreso actual parece haber encontrado la cura en la enfermedad. Las antiguas leyes antiterroristas, que usaron las mismas técnicas que el placebo llamado Ley Nº 32108, son claramente ineficaces para el mal que nos aqueja. Es claro que criminalizar y llamar terrorismo a conductas que claramente no lo son no sirve para solucionar los males del crimen organizado. Reducir la lista de delitos que lo conforman hace algunos meses en la Ley Nº 30077 tampoco ayudó a resolver el problema. Las pruebas indican que hacer la pena más severa no mejora la situación. Necesitamos soluciones prescritas por profesionales confiables y especializados en la materia.
Queda en sus manos, estimado lector, la decisión de enfrentar esta realidad. Las breves líneas que hemos dedicado a exponer esta problemática no irán más allá de la pantalla o de la tinta en el papel, a menos que usted decida actuar. Le pedimos disculpas si en este texto faltan respuestas o datos que aclaren mejor las normas mencionadas; sin embargo, sólo quienes las redactan y tienen la responsabilidad de implementarlas pueden ofrecer las explicaciones y soluciones que necesitamos. Mientras tanto, el poder de cuestionar, reflexionar y exigir cambios sigue siendo suyo.
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