El Perú en llamas: Cuando la vida “equivale” a 7 soles. Criminalidad sin control, incendios forestales y legislación anti derechos en un país que se desangra.
Escrito por Marco Antonio Zelaya Castro, director de la Comisión de Diálogos Humanos del Equipo de Derechos Humnanos de la PUCP
Jorge Alexander Ríos era un chofer de una combi, durante casi 1 mes había pagado 7 soles diarios para evitar que un grupo criminal lo asesinara; sin embargo, 2 días previos a su asesinato su combi se malogró, por lo que no pudo generar ingreso alguno. La noche del domingo 22 de setiembre, mientras esperaba un grupo de pasajeros, su combi fue interceptada por un grupo de sicarios quienes le dispararon múltiples veces. A la mañana siguiente falleció por las heridas, dejando así una viuda y a tres hijos en la orfandad.
¿Hasta qué punto se ha degradado el valor de la vida? ¿Hasta qué extremo llegará la indolencia de nuestras autoridades y su incapacidad para reparar el total desgobierno con el que ahora nos encontramos? ¿Es que tenemos que aceptar que hemos llegado al catastrófico panorama en el que nuestras vidas valen 7 insignificantes soles?
El Estado de Derecho es la base de toda sociedad en la que sus ciudadanos pueden ejercer una tutela directa de sus derechos. Por dicha razón, si no hay Estado, no hay derechos, y dentro de toda la gama de derechos necesarios, la vida es un límite y un derecho que nunca se puede transgredir. En dicho sentido, todos los derechos humanos sobre los que se discuten tienen una gran importancia para garantizar la libertad de cada persona acorde a sus propias preferencias. Sin embargo, no podemos discutir sobre ninguno de estos y mucho menos puede ser tutelado alguno si es que no protegemos el único derecho cuya trasgresión no tiene reparación ni forma de revertir, el derecho a la vida. La vida y la dignidad son ejes centrales sobre los que se fundamentan los derechos humanos y la democracia como tales, por lo que, direccionan la interpretación y dirigen la misión que tiene el Estado en nuestra sociedad.
No podemos luchar contra la pobreza, la informalidad o contra el derecho a una ciudad con un transporte público digno si es que al chofer del transporte, a la vendedora de la bodega, al ciudadano de a pie lo extorsionan y si no paga, lo asesinan. ¡La vida y la dignidad son los derechos humanos sobre los que construimos nuestra sociedad! En este artículo se tratará de entender cómo llegamos a esto, sin dejar de ver los riesgos latentes y emergentes que ahora se nos presentan y que deberemos afrontar como sociedad en este oscuro momento de nuestra historia. Momento para el que hemos podido encontrar más dudas que soluciones.
El descenso a los infiernos
“Hoy el Perú es un organismo enfermo: donde se aplica el dedo, brota la pus”. Palabras enunciadas por Manuel Gonzáles Prada hace 136 años, apenas 3 años después de haber perdido la guerra del Pacífico y quedar aplastados por la deuda externa, la devastación de la guerra y el dolor de una nación cuyo crecimiento se había desplomado. Trágicamente, esas mismas palabras resuenan con la misma crudeza en el Perú actual.
No hemos tenido guerras a gran escala desde hace casi 100 años, pero aun así vivimos en un Perú que se cae pedazo a pedazo (un Perú que se cae a pedazos), en el que vemos a sus instituciones garantes de los derechos desplomarse o ser corrompidas por el largo brazo de la corrupción. cuando te arrancan la vida brutalmente por una miseria de tu jornada laboral, cuando son los mismos policías quienes te aconsejan pagar la que te recomiendan pagar la extorsión para evitar problemas, cuando la justicia libera a los criminales pero arresta a quienes alzan la voz , es entonces cuando sabes que como nación hemos llegado al abismo,, si es que ya no estamos hundidos en él.
Aquel Perú que alguna vez luchaba contra la pobreza, la inseguridad, las mejoras en la infraestructura, que se ufanaba de su crecimiento macroeconómico y celebraba el regreso a la democracia; hoy es poco más que un recuerdo. En apenas 20 años desde el regreso a la democracia ha ido deteriorándose punto por punto. Mucho se ha discutido sobre si el aclamado “progreso” fue simple ilusión o si era suficiente para erradicar nuestros males,.Pero hoy dicha discusión ha pasado temporalmente a un segundo plano; porque poco importa lo que pensemos sobre aquel periodo cuando el Perú de hoy lo está perdiendo todo frente a las mafias que pretenden dominar nuestro país.
En los crímenes que ahora vemos, se puede identificar claramente la violación de dos derechos fundamentales, derechos que durante mucho tiempo han perdido lenta y silenciosamente su alcance por las múltiples medidas adoptadas por los distintos presidentes, ministros y congresistas, quienes mediante su acción omisiva o mediante políticas y acciones directas fueron restándoles importancia, diluyendo el reconocimiento legal y judicial de su contenido o directamente negando su existencia e idoneidad. Sin embargo, con cada acción, nuestra ya precaria democracia se debilita en la medida que se actúa contra los derechos fundamentales de sus ciudadanos.
Mucho nos preguntamos en qué momento permitimos que todas estas vulneraciones a nuestros derechos se convirtieran en una rutina cómo algo tan trágico como las muertes provocadas por la represión policial frente a protestas terminó siendo algo que podamos aceptar como sociedad. Desde el regreso de la democracia y la posterior publicación del Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, la cruda realidad es que, nunca llegamos a consolidar la sólida convicción y auténtica comprensión de los valores democráticos fundamentales. Esos mismos valores que, como pilares de todo Estado de Derecho, son derechos inalienables para cada uno de nosotros y que hoy se desmoronan ante la mirada indiferente de aquellos que dicen representarnos.
Entendimos a la trasgresión del derecho a la vida solo en su dimensión subjetiva, en la medida que, como miembros de una sociedad rechazamos a la violencia como mensaje político y medio para obtener cualquier objetivo. Pero no comprendimos a la vida en su sentido más amplio. César Landa sostiene que el derecho a la vida tiene dos elementos esenciales: “el derecho a tener y vivir una vida en condiciones dignas y el derecho a no ser privado arbitrariamente de ella”. Siendo obligación del Estado el abstenerse de dañar la vida, lo que constituye una dimensión subjetiva, y el garantizar condiciones mínimas, lo que conlleva una dimensión objetiva. (1)
El no entender que una vida digna con mínimas condiciones que nos permitan desarrollarnos como consideremos adecuado, llevó a muchos planteamientos políticos, guiados por la conveniencia y por la falta de empatía por los problemas de los demás, a prosperar poco a poco cual veneno que debilitó los derechos humanos por largos años. El Baguazo, Conga, las protestas contra Manuel Merino, el paro agrario de 2020, las protestas contra Dina Boluarte en el año 2023 y muchos ejemplos más en los que la vida, a juicio de las autoridades, fue algo prescindible en favor de la seguridad nacional, del estricto cumplimiento de la ley y de los intereses económicos del Perú.
En algún punto entre todos estos eventos, gran parte de la sociedad dejó de alzar la voz. Algunos callaron porque protestar abiertamente contra el sistema siempre fue un riesgo para la propia vida, otros porque la urgencia de sobrevivir día a día les dejó sin fuerzas para luchar, y muchos más por razones que nunca serán del todo dichas entre muchas otras razones. Pero fue ese silencio lo que dio pie a que estos grupos de poder,movidos por sus propios intereses, transgredieran más barreras, pisoteando derechos, entre ellos, nuestra dignidad misma.
Resulta curioso el cómo se habla muy poco de la dignidad humana o si se habla sobre ella, se habla como si fuera un tema extraño y hasta controversial. algunos grupos hablan de la dignidad solo para señalar que todos la tenemos, pero poco se discute sobre cómo se concretiza o las múltiples formas en las que se vulnera, es más común pensar en vulneraciones que afectan directamente a la dignidad mediante tratos humillantes evidentes, en vez de casos que impliquen condiciones mínimas e indispensables bajo las que podamos tener la libertad de desarrollarnos. Por ello, cuando hablamos de muerte digna, nos asustamos, nos preguntamos ¿Qué vida, y qué muerte, no resulta digna?
La pregunta evidencia lo mucho que nos falta para entender que sí hay formas de morir y de vivir indignamente; y no por culpa de quienes la viven, sino por no tener las condiciones necesarias para poder tener un mínimo necesario para pasar un día sin el temor de si habrá un presente o un mañana seguro. César Landa plantea que la dignidad no es solo un valor y principio constitucional, sino que se puede aplicar una tutela directa como derecho objetivo que pueda servir de parámetro fundamental de la actividad para el Estado y sociedad. Esta perspectiva promotora de la persona humana mas bien permite el entender a la dignidad como un principio orientado a garantizar el libre desarrollo del hombre, creando las condiciones jurídicas, políticas, sociales, económicas y culturales. (2)
De dicha forma, al igual que si no hay vida, no pueden haber más derechos humanos; si no hay dignidad, tampoco se puede hablar de otros derechos humanos plenamente. Y es esta dignidad de la que hablamos que el Estado nos niega. Ese mismo Estado que debería ser nuestro protector, el que tiene la obligación de velar por el bienestar de todos sus ciudadanos, pero que, en lugar de garantizarlas, la abandona, dejando a muchos a merced de la injusticia y desamparo. Esto resulta en extremo preocupante, puesto que, la dignidad es un principio sobre el que se fundamentan los demás derechos, por lo que, si ignoramos su existencia lo único que hacemos es debilitar la defensa de otros derechos.
Al ignorar la existencia de la dignidad como un derecho, fuimos cediendo muchos espacios, lenta y silenciosamente. Dejamos que se desmoronara el enfoque de género, la reforma universitaria, la garantía de una necesaria independencia judicial, las muertes durante las múltiples protestas, y la violencia de grupos como la Resistencia. Estos eventos nos han llevado hasta el panorama actual en el que la ley y los derechos son de unos más que de otros.
Hoy vivimos en una sociedad en la que hemos normalizado el que la gente muera por alzar la voz en protestas; en que se permita brindar una educación que está lejos de concientizarnos sobre las cosas que debemos saber; una justicia que ya no actúa con propiedad, que no castiga el crimen, que está a punto de ser subyugada a diversos intereses criminales. El paro responde a una de estas cosas más en las que no debemos ceder, porque, ¿Cómo es posible que aceptemos vivir en un país donde salir a la calle pueda costarte la vida? ¿Dónde no pagar una extorsión diaria de 7 soles ,significa una sentencia de muerte?. hemos llegado a un punto tan extremo en el que existir fuera de las sombras, puede ser un riesgo mortal.
Los “negociantes” de derechos y arribistas en medio de la desgracia
Ante estas crisis donde se tiene la total impresión de que el Estado de Derecho no tienen soluciones ante los problemas que aquejan es que surgen muchos grupos anti derechos que proponen viejas ideas como si fueran brillante e innovadoras soluciones, medidas como la salida a las calles de las Fuerzas Armadas, nuestra renuncia a la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la instauración de la pena de muerte, entre otras medidas que forman esta política de “mano dura” a la que se recurre cada cierto tiempo para intentar tener “soluciones rápidas”.
Es cierto que muchas veces la desesperación de la población por soluciones rápidas ante el peligro de muerte que atraviesan día a día lleva a que el clamor popular invoque estas medidas de “mano dura” y la necesidad de un líder fuerte y autoritario. Es común que los derechos humanos se vean como un obstáculo para poder proponer estas soluciones, y esto se debe a que muchas veces no comprendemos los derechos humanos como universales y que todos somos titulares de estos. Y en función a ello, a diferencia de lo que se propugna usualmente, sí existen soluciones que respeten los derechos humanos y es más, la vulneración de estos dificulta que se alcance la justicia plena.
Siempre están presentes aquellos que sin escrúpulos pretenden sacar réditos políticos y/o beneficios personales de las desgracias de los demás. Para estas personas, el sufrimiento no es más que una oportunidad para imponer soluciones que vulneran derechos bajo el disfraz de resolver conflictos. Políticos, figuras de influencia pública, dirigentes, independientes informales e ilegales, entre otros tipos de personas en lugar de mostrar un real apoyo a medidas ciudadanas como el paro nacional que hemos vivido en esta semana, se dedican a subirse a la causa para obtener mayores votos o sino impulsar soluciones populistas que en vez de crear soluciones, brindan paliativos a costa de los demás alimentando el rechazo a la cultura de los derechos humanos y con ello destruyendo cualquier esperanza de integración social y alcanzar una verdadera justicia colectiva.
La justicia es una palabra que hoy ha sido instrumentalizada por muchas fuerzas políticas a tal punto que en las más altas esferas de gobierno difícilmente podríamos hablar de un concepto pleno de justicia y derechos humanos, conceptos que están estrechamente vinculados y que tristemente se busca disociar. En este contexto, Häberle indica algo sumamente relevante y que muchos congresistas parecen ignorar muy seguido, el legislador en un Estado constitucional tiene el deber de materializar los derechos fundamentales mediante acciones concretas. Es solo mediante la materialización de los derechos fundamentales que podemos hablar de la existencia de una democracia con procedimientos específicos y las formas propias de este sistema. (3)
A diferencia de lo que los sectores radicales y oportunistas opinan, los derechos humanos son inherentes a todos nosotros en el plano ideal, pero para que en verdad se puedan proteger estos necesitan ser tutelados mediante políticas públicas o normativa que faciliten una tutela judicial directa y efectiva. En nuestra realidad, donde algunos sectores parecen querer vivir el mundo al revés, nuestros legisladores pretenden reducir el alcance de los derechos, dificultar su tutela o desconocer su existencia, retrocediéndonos a una etapa en la que las leyes hacían y deshacían los derechos al antojo de legisladores y que desembocó en pasajes trágicos en la historia de la humanidad.
Teniendo esto como punto de partida el plan Bukele no es otra cosa que la restricción de derechos humanos como medida pública, dirigida no solo a afectar los derechos de los criminales, sino también para aplicar persecución política hacia opositores del régimen. Esto demuestra que, escuchar a los que gritan que intentemos salir de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, los que claman por la pena de muerte como suplencia de la captura, solo implicaría nuestro descenso hacia niveles más lejanos de un Estado de derecho y del respeto de los derechos humanos. En un panorama así, la razón y el diálogo serían relegados, dejando paso a la violencia como la única solución, una sombra oscura sobre nuestra sociedad.
El pagar muerte con muerte solo nos coloca al mismo nivel de violencia que los criminales aplican sobre nosotros y nos pone en la peligrosa situación que un ente abstracto de tanto alcance como lo es el Estado tenga que juzgar cuál vida vale más que la otra. Y es aún más peligroso que acompañada a esta normalización de la violencia como medida estatal se pueda ver una devaluación de los derechos humanos, lo que implica que sea el Estado con un poder casi discrecional el que decida cómo, dónde y cuándo usar la violencia. Es así que resulta una cruel ironía que se le pretenda dar más poder a un Estado que actualmente carece de legitimidad para poder obrar en cualquier sentido, sobre todo por la corrupción que la ha penetrado hasta sus niveles más profundos.
Un Estado que actualmente ya no imparte justicia en muchos aspectos, que es incapaz de condenar a la corrupción que lo consume; y que producto de ello ya no aplica un juicio racional basado en criterios objetivos. El Poder Judicial y el Ministerio Público peruanos son instituciones que actualmente no solo son ineficientes sino que están bajo fuertes y constantes investigaciones por actuar de forma imparcial en beneficio de intereses particulares tanto externos como internos de estas instituciones. En dicho sentido, el brindarles mayor poder no resulta garantía alguna de que efectivamente habrá un castigo sobre quienes son criminales porque mas bien se les otorgaría un poder más discrecional que no tuviera control de aplicación y que podría ser usado en beneficio propio.
Es justamente por la propia impotencia y frustración ciudadana, que surge la justicia por mano propia como una reacción imparable y propia de una población que si se mantiene inactiva, sería asesinada. Esta respuesta se provoca frente a un Estado cuyos sistemas penitenciario, policial y judicial evidentemente ya no responden ante una criminalidad desbordada que vulnera derechos de personas que siguen la ley y no provocan una afectación a los demás en el grado de violencia que el aplicado por los criminales.
El crimen es feroz, impiadoso y brutal, y precisamente por ello, la respuesta del Estado no puede ser la misma o peor. La naturalización de la violencia como herramienta para lograr determinados objetivos solo abre oscuras puertas por las que muchas dictaduras han transitado. La violencia al igual que muchos males en nuestra sociedad resulta un método tentador para las autoridades, porque aparenta brindar soluciones fáciles cuando en realidad solo los silencia y pospone el momento en que estos problemas se vuelven insostenibles.
Todxs somos iguales, hoy más que nunca ¡Todxs contra la criminalidad!
Hoy no podemos pretender que la criminalidad que está a punto de adueñarse del país en su totalidad sea algo que no nos afecte. Más allá del intenso y necesario análisis que amerita toda la situación, las protestas que ahora vivimos tienen una simple y sencilla consigna: protestar para evitar ser asesinados, protestar para trabajar y vivir en paz. Porque en días en los que ni siquiera nuestras vidas están seguras, días en los que corremos el riesgo de ser víctimas de una extorsión, que nuestros negocios quiebren, es que como ciudadanía debemos ser conscientes de que el problema común que todos padecemos es la criminalidad; problema que, pese a lo que muchos buscan afirmar, no tiene etnia ni nacionalidad ni estrato social definido. Porque un criminal es alguien con los mismos derechos y obligaciones que todxs nosotrxs pero que consciente de ello infringe la ley y para lograr su objetivo transgrede los derechos de los demás. Esta igualdad permite que ante la Ley tengamos los mismos derechos y las mismas obligaciones, por lo que, las penas que se imponen no se aplican porque alguien es un criminal sino por el acto criminal que realiza, esto quiere decir que no se les juzga por quienes son sino por el daño que infringen sobre la sociedad. En dicho sentido, el Estado no decide quién es castigado sino se rige a los deberes y derechos que tenemos cada uno.
Hace casi 50 años, el expresidente chileno Salvador Allende en un discurso decía: “Un obrero sin trabajo, no importa que sea o no sea marxista, no importa que sea o no sea cristiano, no importa que no tenga ideología política, es un hombre que tiene derecho al trabajo y debemos dárselo nosotros”. Independientemente de las diferencias de opiniones que hayamos podido tener con los gremios de transporte, sindicatos, diversos sectores de la sociedad civil, hoy el crimen es un mal que pone en peligro las vidas de todos nosotros, y el crimen pasa en Comas, en San Juan de Lurigancho, en Trujillo, como también puede pasar en San Isidro, en Lince, en Miraflores. Hoy el crimen no conoce de fronteras, de estrato social ni de profesiones.
Vale recordar lo afirmado por John Locke, quien indica que todas las personas existimos en un estado de igualdad perfecta, es esta igualdad la que nos permite impedir que algunas personas en específico atropellen los derechos de los demás mediante la imposición de castigos a estas personas. Aunque este poder que se le concede a la persona que castiga no es arbitrario ni ilimitado en la medida que responde a la reparación y la represión de conductas. Puesto que, el objetivo radica en reprimir conductas que transgredan el orden que rige la sociedad. (4)
Es precisamente por dicha igualdad que nos es inherente por ser humanos, que debemos plantar una férrea defensa de la vida y la dignidad frente a la criminalidad organizada que hoy nos pone en el borde del precipicio y representa aquellos valores más contrarios a los que se mantiene en un Estado de Derecho y los derechos humanos.
BIBLIOGRAFÍA:
- César Landa (2018) Derecho a la vida con dignidad: breves comentarios sobre la eutanasia.
- César Landa (2021) Los Derechos Fundamentales.
- Peter Häberle (2003) “El legislador de los derechos fundamentales”. En: La garantía constitucional de los derechos fundamentales. Madrid: Civitas, pp. 99-124.
- John Locke (1689) Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil.

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