Dignidad en el acceso a la justicia: brechas y desafíos en el sistema judicial para grupos vulnerables

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Escrito por Gabriela Tenorio y Stefani Inquilla, miembros de la comisión de Diálogos Humanos del Equipo de Derechos Humanos.

Resulta inevitable reconocer que históricamente nuestra sociedad se ha visto profundamente marcada por dinámicas de poder que generan desigualdad y pobreza. No es una sorpresa que países como el Perú comprendan, en su configuración social, profundas brechas y disparidades, que impactan tanto en la calidad de vida de las personas  como en su desenvolvimiento frente al sistema de justicia. Así, aún cuando la existencia de derechos humanos positivos es reconocible en la vida material, vale preguntarnos: ¿hasta qué punto las brechas y desigualdades que caracterizan nuestras sociedades impiden el acceso a la justicia de los grupos vulnerables? 

Por ello, el presente artículo tiene como objetivo desentrañar y explicar críticamente la problemática en torno al acceso a la justicia para grupos históricamente vulnerables. Para lograrlo, se partirá de una explicación conceptual del derecho a la dignidad humana y al acceso a la justicia; posteriormente, se analizarán las diferentes barreras que enfrentan los grupos humanos vulnerables para acceder a la justicia; y, finalmente, se expondrán los desafíos y nuevas situaciones que el sistema de justicia tiene por enfrentar. Es importante considerar que la existencia de los derechos humanos no termina de cumplir su función si no existe un acceso democrático justo y equitativo a la justicia. 

Dignidad humana y ejercicio del derecho 

De manera frecuente, se le da un tratamiento subjetivo al concepto de dignidad humana y se recurre a afirmaciones que aluden más bien a un entendimiento cultural de lo que es o no digno en las diferentes sociedades del mundo. Esta concepción resulta problemática, pues nos prohíbe tutelar de manera eficiente la dignidad humana; y, por consiguiente, todos los demás derechos humanos fundados en ella. Así, por ejemplo, no porque algo sea considerado una práctica “digna” en un determinado sistema significa que la dignidad humana verdaderamente existe en él. Aunque es imposible negar la existencia de concepciones culturales diferenciadas, no basta con poseer un concepto ambiguo sobre la dignidad, pues “el reconocimiento y respeto a la dignidad humana, sin exclusión alguna, es un derecho y deber fundamental, base de la civilización occidental actual y de los Estados Constitucionales de Derecho” (Torres, 2022, p. 22). Al ocupar la dignidad un espacio importante en el desarrollo de las interacciones sociales, es relevante llegar a un punto en común que aleje esa ‘línea difusa’ entre lo culturalmente percibido como bueno y la dignidad humana tutelada. 

Ya reconocida la relevancia especial que posee la comprensión de ‘dignidad humana’, resulta menester señalar que una noción necesaria y suficiente acerca de la misma permite argumentar a favor de normas que no solo protegen, sino que brindan poderes y facultades a los sujetos de derecho. Al respecto, Kant (1724-1804), “concibe a la dignidad como un valor intrínseco de la persona moral, la cual no admite equivalentes” (MIchelini, 2010, p. 22). La dignidad humana es de ayuda para justificar la formación de ordenamientos jurídicos destinados a la protección de las personas. 

De ese modo, resulta imperante reconocer que la dignidad humana debe (tanto en reconocimiento filosófico como en la práctica) ser irremediablemente inherente a  las personas por su sola configuración como humanos; así mismo, “el respeto absoluto e incondicionado que debemos a los seres autónomos, moralmente imputables, no puede ser afectado por instancias arbitrarias, circunstancias contingentes o relaciones de poder” (Michelini, 2010, p. 43). En suma, la dignidad humana se encuentra, también, reconocida en la Constitución Política vigente, la cual reconoce en su primer artículo que, “la defensa de la persona humana y el respeto a su dignidad, son el fin supremo de la sociedad y el Estado”. De ese modo, el reconocimiento material de la dignidad humana no solo es una idea abstracta, sino que se encuentra positivamente reconocida en nuestro ordenamiento jurídico; y, más allá, pues es presentado como principio rector y finalidad suprema de la actuación estatal, las relaciones sociales y las funciones jurisdiccionales. El respeto a la condición humana, entonces, es indiscutiblemente aplicable en la sociedad y el Estado; por ello, es pieza clave en el ejercicio de los derechos humanos. Es así que, quien sea titular de dignidad humana, merece, por consiguiente, ser centro de imputaciones de todos los derechos humanos establecidos y por establecer.

Entonces, es posible mencionar que existe un reconocimiento de la dignidad como principio y como derecho de obligatorio cumpliento para relaciones de todo tipo; no obstante, todavía resulta imposible referir a un completo cumplimiento de los derechos humanos, así como a un acceso eficiente a la justicia. 

El derecho a un acceso democrático a la justicia

Los derechos humanos reconocidos son respetados en la medida en la que pueden ser tutelados en el sistema judicial; de ahí la importancia de un acceso democrático a la justicia. Al respecto, Paredes (2018) advierte que, “la doctrina es unánime al consagrar el acceso a la justicia como un derecho fundamental, que tiene como objetivo poner a disposición del ciudadano aquellos mecanismos idóneos y dirigidos a resolver los conflictos generados por la interacción del ser humano”. Así, poseer derechos humanos es indiscutible, que estos estén debidamente sentados en los ordenamientos jurídicos es elemental; pero, además, cuando el sujeto de derecho observa una vulneración a sus derechos, requiere de mecanismos efectivos y eficientes que le permitan acceder a la justicia, lo que constituye el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, reconocido en el art. 139 de la Constitución. Aunque más adelante se explorará en profundidad qué implicaciones tiene el acceso a la justicia en la sociedad peruana, es relevante, por lo pronto, reconocer que existen barreras lingüísticas, geográficas, culturales y económicas que influyen en el cumplimiento del mencionado derecho, sobre todo cuando se trata de disidencias y poblaciones vulnerables. Por ello, ya la Convención Americana de los Derechos Humanos, en adelante CADH,, cuyo cumplimiento resulta obligatorio en el sistema jurídico peruano, instituye en su artículo 8, lo siguiente: 

 “toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter” 

En ese sentido, el acceso a la justicia no solo reconoce el derecho a poder tener un acceso material a instancias donde se puedan denunciar estas injusticias para obtener la oportunidad de un proceso justo, sino poseer, además, un sistema de administración de justicia con competencia para llegar a una resolución de justicia acorde a la normativa y doctrina que rigen al debido proceso. En ese sentido, y, en líneas con lo establecido por la CADH, para comprender (y perfeccionar el cumplimiento) este derecho, es preciso afirmar que es imprescindible aplicar todos los principios de actuación legal y jurisdiccional. Así mismo, es elemental asegurar el cumplimiento de otros derechos fundamentales conexos reconocidos en la Constitución Política del Perú, como  el debido proceso (Art. 139. 3) y la igualdad ante la ley (Art. 2.2). En adición, es relevante considerar que el acceso a la justicia también implica, por ejemplo, la disponibilidad de una defensa actuante en todas las etapas del proceso (Art. 139.14), así como un proceso eficaz que prevenga el uso de la violencia o la desprotección de los grupos vulnerables inmersos en el conflicto. 

El proceder en defensa del derecho al acceso a la justicia debe, también, de acuerdo con Mendes (2000) considerar ciertos principios rectores que conforman la actuación estatal en lo que respecta a derechos humanos. Uno de ellos es la continuidad y coherencia con los propósitos imputados al Estado.  Segundo, la adaptación, es decir, la corrección y constante evolución del derecho para ‘superar’ los problemas que se presentan en los procesos de tutela, en tanto que, un sistema abierto a renovaciones y cambios de adecuación es uno capaz de responder adecuadamente a la realidad social. En tercer lugar, igualdad que garantice que el proceso se lleve en completo respeto con la equidad de actuación de ambas partes. Finalmente, y, en complemento con el punto previo: la gratuidad de la administración de justicia, entendida a través de su propósito de disminuir la carga económica atribuída a las partes (p. 17-19). 

Aunque en teoría el acceso a la justicia es objeto de conceptualizaciones, en la realidad persisten una serie de dificultades que no permiten que este derecho sea garantizado real y efectivamente; lo previo, es, en definitiva, un gran problema jurídico-social, sobre todo cuando se trata de comprometernos con la búsqueda de equidad social (Paredes, 2018). 

Grupos vulnerables y las barreras para acceder a la justicia

El discurso tradicional sobre la justicia se centra en la idea de un sistema abierto para todos. Sin embargo, la realidad golpea con crudeza y nos demuestra lo contrario. La “neutralidad” del sistema judicial se vuelve un ideal cuando no contempla desigualdades sociales y económicas que impiden el acceso efectivo a la justicia para quienes se encuentran en situación de vulnerabilidad. Ya lo advertía Lorenzetti cuando habló sobre el acceso a la justicia de los sectores vulnerables, “este edificio jurídico está abierto para todos menos los que pueden pagar por él” (Lorenzetti, 2008, p. 65). Esta afirmación crítica pone de manifiesto cómo la lógica de mercado ha infiltrado el sistema jurídico, transformando la justicia en un bien exclusivo accesible solo para unos pocos privilegiados. Como señalan Castillo Freyre y Vásquez Kunze, aquellos con los recursos suficientes pueden permitirse “reclutar a sus propios jueces privados” (Freyre y Vásquez, 2006, p. 230) para resolver sus disputas, perpetuando así una estructura desigual en el acceso a la justicia. El derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, como menciona Priori, no se agota en el acceso a un tribunal; sino que implica la posibilidad de acceder libre e igualitariamente a un órgano jurisdiccional para proteger cualquier derecho frente a una lesión o amenaza (Priori, 2019). No basta con un diseño legislativo adecuado, sino que exige que cada proceso individual cumpla con exigencias constitucionales. Pero estas garantías parecen ser un lujo inalcanzable para quienes enfrentan barreras estructurales.

A nivel internacional, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 establece en su artículo 26 que “Todas las personas son iguales ante la ley y tienen derecho sin discriminación a igual protección de la ley. […] La ley prohibirá toda discriminación y garantizará a todas las personas protección igual y efectiva[…]” (Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, 1966, p. 9). Este marco legal busca garantizar que todas las personas, independientemente de sus diferencias, tengan un acceso igualitario a la justicia. Nuestra Constitución Política también consagra el derecho a la igualdad ante la ley. Esto exige un sistema de justicia que no solo sea igualitario en el discurso, sino también efectivo en su aplicación, brindando una protección activa y diferenciada para aquellos que enfrentan mayores obstáculos. 

Priori identifica barreras estructurales que perpetúan esta exclusión: las barreras lingüísticas, geográficas y culturales (Priori, 2019) . En un país tan diverso como el Perú, donde coexisten decenas de lenguas originarias, la imposición del español como lengua oficial y única de las instituciones públicas no es solo una cuestión de conveniencia; es un acto de dominación y una barrera lingüística. El Estado, al no reconocer plenamente la pluralidad lingüística del país, condena a millones de personas a una situación de subordinación y marginalización. Esta imposición del español como lengua dominante ha perpetuado un ciclo de exclusión que afecta de manera directa la capacidad de los grupos vulnerables para ejercer plenamente sus derechos y acceder a la justicia.

De acuerdo al Informe de Evaluación al primer trimestre del 2024, Perú se configura como un Estado mayormente monolingüe y monocultural, donde se prioriza el castellano y la cultura occidental en detrimento de las lenguas y tradiciones indígenas (Ministerio de Cultura, 2024). Un claro ejemplo de esta situación es la escasa cantidad de funcionarios públicos que son bilingües, así como la limitada presencia de intérpretes y traductores para las lenguas originarias. Este informe también revela que las personas que hablan lenguas indígenas u originarias enfrentan constantes situaciones de discriminación y exclusión, lo que afecta profundamente su acceso a derechos fundamentales como la educación, la salud, la justicia, y la información generando una brecha que les impide ejercer plenamente su ciudadanía. Esta realidad no sólo les priva de oportunidades para mejorar su calidad de vida, sino que también perpetúa un sistema que los margina y niega su identidad.

A pesar de que el acceso a un intérprete es un derecho reconocido en el sistema de justicia peruano, esto ha sido tratado como un privilegio. Las instituciones de justicia cuentan con un número insuficiente de traductores, tanto en términos de cantidad como de diversidad, lo que limita el acceso de las personas a este servicio vital. Esta barrera, unida a la persistencia de prácticas judiciales formales que priorizan medios escritos, ignora el carácter oral de muchas lenguas originarias (Montesinos, 2015). En este contexto, el artículo 15 de la Ley Orgánica del Poder Judicial reconoce que las actuaciones judiciales deben realizarse con intérprete cuando el idioma del justiciable no sea el castellano, prohibiendo en todo momento que se le impida a una persona usar su lengua durante el proceso. No obstante, la realidad demuestra que este derecho se garantiza de manera limitada, poniendo en riesgo el acceso efectivo a la justicia para las personas que no comprenden el castellano.

La falta de acceso a información en su propio idioma coloca a estos grupos en una desventaja abrumadora. ¿Cómo puede una persona defender sus derechos o entender los procedimientos legales si ni siquiera tiene acceso a la información en su lengua materna? Esto no es solo un problema de traducción, es una negación de su humanidad y dignidad. Nelly Aedo, experta y jefa del Programa de Pueblos Indígenas de la Defensoría del Pueblo, señaló que la carencia de funcionarios bilingües perjudica a la población indígena. A pesar de los avances tímidos en la promoción de las lenguas originarias, aún no se ha logrado crear un sistema que atienda las necesidades lingüísticas de una parte significativa de la población (Defensoría del Pueblo, 2020). Aedo resalta una verdad contundente: “Aún se carece de servicios públicos adecuados a las necesidades lingüísticas de la población” (Defensoría del Pueblo, 2020). La falta de intérpretes y el desconocimiento de las realidades socio culturales de estas comunidades no solo limitan la comprensión de los procesos judiciales, sino que también erosionan el derecho fundamental a una defensa adecuada. 

Las barreras geográficas para acceder a la justicia en el país son otra muestra de la dramática desigualdad estructural que sufren las poblaciones más vulnerables: el Estado parece estar más lejano de quienes más lo necesitan. Para los habitantes de áreas rurales, la justicia es un ideal inalcanzable; ya que, la simple tarea de acudir a un puesto policial puede significar horas de viaje, mientras que llegar a una sede del Ministerio Público o a un juzgado en una capital provincial puede tomar días. Estos traslados, ya de por sí largos y agotadores, son costosos, y representan una carga insostenible para quienes viven en condiciones de pobreza o pobreza extrema. 

Además, el aislamiento geográfico y la pobreza están íntimamente ligados. Cuanto más aislado está un campesino, más empobrecido tiende a estar, y mayores son las dificultades que enfrenta para trasladarse. Los costos de los viajes son exorbitantes para estas comunidades, y es aquí donde la barrera geográfica se fusiona con la barrera económica. El centralismo del sistema judicial genera gastos desmesurados para aquellos que habitan en zonas alejadas. Los plazos, términos y trámites judiciales están diseñados pensando en los habitantes de las ciudades, que no enfrentan los mismos impedimentos económicos para trasladarse a los tribunales. Esta realidad refuerza la exclusión de las poblaciones rurales, que deben lidiar con un sistema estructuralmente insensible a sus condiciones

La situación se torna aún más grave para las mujeres rurales, quienes enfrentan una doble carga. No solo carecen de recursos económicos para trasladarse, sino que también deben lidiar con las responsabilidades domésticas que recaen desproporcionadamente sobre ellas. No pueden dejar a sus hijos ni suspender sus labores para embarcarse en travesías interminables hacia instituciones que, para ellas, son abstractas y lejanas. En la Amazonía, el panorama es aún más desolador: las distancias se alargan y los recorridos por vía fluvial implican un costo prohibitivo de combustible o viajes que pueden durar días. Como resultado, muchos ciudadanos amazónicos han optado por no acudir al Poder Judicial. No es una cuestión de desinterés, es resignación ante la imposibilidad de acceder a una justicia que, para ellos, nunca ha estado verdaderamente presente.

El centralismo no solo impacta en el acceso a los tribunales, sino que también afecta otras áreas cruciales. Los campesinos y nativos no solo deben invertir dinero y tiempo en llegar a las sedes judiciales, sino también a otras instituciones, como las oficinas del Banco de la Nación, donde deben pagar aranceles judiciales, o las oficinas de los médicos legistas, necesarias para ciertos trámites judiciales. Esta carga es desproporcionada en comparación con la población urbana, que cuenta con mayor acceso a recursos y servicios. Incluso para quienes viven más cerca de las ciudades, ajustarse a los horarios de estas instituciones puede significar dejar el hogar la noche anterior y, en muchos casos, caminar kilómetros solo para llegar al juez más cercano.

Las barreras culturales representan uno de los obstáculos más profundos y menos atendidos en el acceso a la justicia para los grupos vulnerables. La falta de comprensión de las circunstancias socioculturales de las personas no solo dificulta la comunicación efectiva entre los actores judiciales y los ciudadanos, sino que también afecta la capacidad de estos últimos para entender y participar activamente en los procesos judiciales. La justicia, que debería ser un espacio de protección y reparación, se convierte en un laberinto inaccesible para aquellos cuyas realidades culturales no son consideradas por el sistema oficial.

El Informe final de Investigación sobre barreras de acceso a la justicia que enfrentan las personas refugiadas y migrantes en las ciudades de Lima, Tacna, Tumbes, Arequipa y Trujillo elaborado por Valeria Reyes y Carmela García, señala que estas barreras han sido entendidas, principalmente, como una falta de coordinación entre la justicia estatal y la justicia consuetudinaria (Reyes y García, 2023). Esto se manifiesta en la carencia de recursos legales apropiados para los pueblos indígenas y la resistencia de los operadores de justicia a aplicar o reconocer los sistemas de justicia indígenas. La ausencia de sensibilización y capacitación sobre estas formas de justicia local evidencia el profundo desconocimiento que las autoridades tienen sobre las prácticas culturales de los grupos a los que, paradójicamente, deben servir. El sistema judicial, al ignorar la validez de las tradiciones consuetudinarias, impone una hegemonía cultural que perpetúa la exclusión y erosiona el tejido social de las comunidades indígenas.

Este desdén por las culturas “no occidentales” se intensifica en el contexto migratorio, donde las barreras culturales se agravan debido a los prejuicios y estigmas. La desvalorización de determinadas culturas, basada en estereotipos arraigados, impregna los procesos judiciales y afecta las decisiones de jueces y fiscales. Los migrantes, especialmente aquellos que provienen de entornos no occidentales, no solo se enfrentan a un sistema judicial desconocido, sino a uno que está cargado de concepciones preconcebidas sobre su origen y cultura, lo que mina cualquier posibilidad de un trato justo.

Otro aspecto crítico de estas barreras es la falta de consideración por la diversidad lingüística. En un país multicultural y multilingüe como el Perú, la diversidad lingüística debería ser un pilar del acceso a la justicia. Sin embargo, la práctica muestra lo contrario. La inexistencia de intérpretes competentes o la negativa a proveer servicios judiciales en lenguas indígenas no solo priva a los pueblos indígenas de su derecho a entender y ser entendidos, sino que refuerza la dominación cultural del español como lengua hegemónica. Este desinterés institucionaliza la exclusión y reafirma el control del Estado sobre los grupos más desfavorecidos.

Los operadores judiciales actúan con una ceguera cultural que les impide valorar los contextos específicos de las personas a las que deberían proteger. Esto no es un mero problema técnico o logístico; es una expresión de racismo estructural y exclusión que ahonda en la desigualdad. En lugar de ser un mecanismo de inclusión y reparación, el sistema judicial refuerza las barreras que deberían desmantelarse.

La capacitación de los operadores judiciales y la sensibilización hacia las realidades culturales diversas deben ser tareas urgentes. Se requiere de un enfoque transformador que no solo contemple la diversidad, sino que la incorpore activamente como una herramienta de justicia. Ignorar las barreras culturales significa perpetuar la violencia simbólica que margina a los grupos más vulnerables del país. Para que la justicia sea verdaderamente inclusiva, es necesario reconfigurar sus fundamentos, abandonar el centralismo cultural y construir un sistema que respete y valore la diversidad en todos sus niveles.

Conclusión

A pesar de los avances que se han logrado en materia de acceso a la justicia para los grupos vulnerables, queda claro que aún hay un largo camino por recorrer. Si bien el reconocimiento de la dignidad humana y la creación de marcos legales que promueven el acceso equitativo a la justicia son pasos importantes, su aplicación efectiva sigue siendo limitada por profundas desigualdades estructurales. La pobreza, la discriminación lingüística las barreras culturales y geográficas siguen siendo factores que marginan a las poblaciones más vulnerables, privándolas de un verdadero acceso a la justicia.

Es esencial que el sistema de justicia reconozca la pobreza como un factor clave en la vulnerabilidad de las personas y ajuste sus procedimientos para responder a esta realidad. Es crucial promover una capacitación continua que permita eliminar las barreras burocráticas que enfrentan quienes se encuentran en situaciones de vulnerabilidad. Las instituciones estatales, especialmente el Poder Judicial, deben integrar la movilidad humana y la intersección de factores como el género, barreras lingüísticas, geográficas y culturales en el análisis de solicitudes; solo así será posible garantizar una respuesta más efectiva y justa.

A pesar de los esfuerzos, el sistema de justicia sigue presentando obstáculos significativos para aquellos que más lo necesitan. Solo con un compromiso real para enfrentar estas brechas se podrá construir un sistema verdaderamente inclusivo y justo.

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