Escrito por Mariana Diaz, comisionada de Diálogos Humanos de Equipo de Derechos Humanos de la PUCP; Mel Valeria Risco Estrada, comisionada de Impulsa DH del Equipo de Derechos Humanos de la PUCP y Joselyn Nicole Lira Llalle, integrante de Letras, Ciudadanía y Política
INTRODUCCIÓN
La desigualdad de género es una problemática global que afecta a millones de mujeres, limitando su acceso a derechos fundamentales y oportunidades en distintos ámbitos de la sociedad. Esto no solo restringe su desarrollo integral, sino que también perpetúa ciclos de exclusión y vulnerabilidad, pero, ¿acaso todas las mujeres enfrentan la desigualdad de la misma manera? La realidad es que, aunque la desigualdad de género afecta a todas las mujeres, su impacto varía significativamente según múltiples factores. La interseccionalidad permite comprender que la opresión no se basa únicamente en el género, sino que se ve agravada por elementos como la identidad de género, la orientación sexual, el nivel educativo, la clase socioeconómica, el lugar de procedencia y el tipo de ocupación. Estas y muchas más variables se entrecruzan, generando experiencias únicas de discriminación y privilegio, donde algunas mujeres enfrentan barreras aún más profundas que otras.
Ahora bien, el Perú, un país con brechas sociales y desigualdad de oportunidades ¿Es ajeno a esta problemática? Definitivamente no, lo que coloca a muchas mujeres en situaciones de extrema vulnerabilidad, donde no solo deben lidiar con el machismo estructural, sino también con múltiples formas de exclusión que refuerzan su marginación dentro de la sociedad. Por lo tanto, este artículo tiene como objetivo exponer cómo la interseccionalidad nos permite comprender las diversas realidades sociales y visibilizar las múltiples barreras que enfrentan las mujeres en el Perú.
CAPÍTULOS /SUBTÍTULOS:
- Entre derechos y realidades: Lo que significa ser mujer queer en el Perú
En el Perú, existen múltiples puntos de intersección donde los grupos vulnerables enfrentan mayores dificultades debido a las estructuras de poder y exclusión que sostienen el status quo. Un ejemplo claro de esta desigualdad es la diferencia de realidades entre las mujeres heterosexuales y las mujeres queer. Mientras que todas las mujeres enfrentan obstáculos en una sociedad patriarcal, aquellas que pertenecen a la comunidad LGBT lidian con una doble carga de discriminación: por su género y por su orientación sexual o identidad de género.
Debeos reconocer que la sociedad peruana sigue siendo profundamente heteronormativa y, en consecuencia, homofóbica, lo que impacta directamente en la vida de las personas LGBT, limitando sus derechos y su acceso a espacios seguros. Históricamente, la comunidad ha sido invisibilizada y ha tenido que lidiar con la violencia estructural de un sistema que no solo no reconoce sus derechos, sino que muchas veces los vulnera activamente. Las leyes y políticas públicas han fallado en garantizar su protección, perpetuando la idea de que estas personas no existen o no merecen el mismo reconocimiento que los demás ciudadanos.
Esta problemática se vuelve aún más compleja cuando se intersecta con el hecho de ser mujer, ya que el machismo y la misoginia, presentes en todos los ámbitos de la sociedad, refuerzan la exclusión y el riesgo de violencia. Por ello, es fundamental visibilizar estas realidades y abogar por un cambio estructural que garantice la equidad y el respeto a los derechos humanos de todas las personas, sin importar su identidad de género u orientación sexual. Las mujeres queer han sido víctimas de una violencia sistemática diferente a la de las mujeres heterosexuales, e identificarlo es parte del camino correcto hacia una verdadera equidad.
Recordemos que ser parte de la comunidad LGBT no solo implica la orientación sexual, sino también la identidad de género y la manera en que cada persona decide expresarla. Un aspecto clave a considerar es la discriminación que enfrentan las mujeres que optan por una expresión de género catalogada como masculina, así como las mujeres lesbianas. Aunque una mujer que prefiere vestir con ropa considerada masculina no necesariamente forma parte de la comunidad lésbica, la sociedad tiende a asociar ambas realidades, utilizando términos como “machona” y “lesbiana” de manera peyorativa. Este fenómeno refleja dos problemas principales: por un lado, el castigo social hacia aquellas mujeres que desafían los estereotipos de feminidad impuestos por la cultura patriarcal y, por otro, la discriminación sistemática contra las mujeres lesbianas, a quienes se les descalifica y estigmatiza al tratar su orientación sexual como una desviación o una anomalía. Además, en nuestra sociedad persisten estereotipos negativos sobre las mujeres lesbianas, bisexuales y trans, lo que contribuye a su invisibilización y a la falta de reconocimiento de la diversidad de expresiones de género. Esta falta de representación y aceptación no solo restringe la libertad individual, sino que también fomenta la violencia y el rechazo hacia aquellas que se identifican con estos grupos, generando un entorno hostil y poco inclusivo.Para combatir esta discriminación, es fundamental cuestionar los roles de género tradicionales y promover el respeto hacia todas las formas de expresión de la identidad.
Por otro lado, existen estereotipos que afectan a las mujeres sáficas, es decir, mujeres que salen con otras mujeres, independientemente de si se identifican únicamente como lesbianas, bisexuales, pansexuales, etc. El estereotipo más peligroso y generalizado es que entre mujeres sáficas no existe la violencia. Uno de los estereotipos más persistentes en la sociedad patriarcal es que las mujeres son puras y amables, que no serían capaces de ser abusadoras, pues son quienes más cuidan y protegen a la familia. Este estereotipo, reflejado en una relación romántica entre dos mujeres —que ya de por sí es invisibilizada—, resulta en la concepción general de que las relaciones entre dos mujeres no son o no pueden ser violentas; en la idea de que salir con una mujer hace imposible que se suscite un caso de violencia familiar, económica o sexual.
Recordemos que la Ley N.º 30364 contra la Violencia hacia la Mujer e integrantes del grupo familiar en el Perú no considera explícitamente a las parejas LGBT. La única forma de aplicar esta ley en un caso de violencia dentro de una pareja de dos mujeres sería a través de la interpretación del artículo 3 del Decreto Supremo N.º 009-2016-MIMP, que menciona:
“Debe entenderse como integrantes del grupo familiar a cónyuges, ex cónyuges, convivientes, o quienes tengan hijas o hijos en común; las y los ascendientes o descendientes por consanguinidad, adopción o por afinidad; parientes colaterales hasta el cuarto grado de afinidad; y quienes habiten en el mismo hogar siempre que no medien relaciones contractuales o laborales al momento de producirse la violencia.”
Lo que más interesa es la última parte, pues para el caso que comentamos, tendría que tratarse de una pareja que viva junta. A pesar de esto, encuentran desafíos legales, ya que en el Perú no está legalizado el matrimonio entre personas del mismo sexo y, en consecuencia, tampoco el reconocimiento de uniones de hecho entre personas del mismo sexo. Esta falta de regulación directa es peligrosa para la realidad de muchas mujeres de la comunidad LGBT. Informes de la Defensoría del Pueblo, como el Informe Defensorial N.º 175, critican la ausencia de políticas públicas y normativas que garanticen la igualdad y no discriminación de las personas LGBTI en el Perú. Señalan que, entre 2008 y 2016, se registraron 99 crímenes de odio contra personas de la comunidad LGBTI y 24 atentados contra su vida e integridad entre 2013 y 2014.
Los estereotipos negativos que afectan a las mujeres de la comunidad LGBT, como la invisibilidad de las parejas lesbianas y la percepción de promiscuidad en mujeres bisexuales, tienen raíces profundas en la sociedad y los medios de comunicación. La industria pornográfica ha contribuido significativamente a reforzar estas creencias, presentando a las mujeres lesbianas y bisexuales de manera que perpetúa estos estigmas. Esta representación ha llevado a la falsa percepción, entre algunas personas heterosexuales, de que las relaciones entre mujeres existen para satisfacer fantasías masculinas, deslegitimando así la autenticidad de las relaciones sáficas. Estudios realizados por las mismas páginas pornográficas resaltan la categoría de “mujeres lesbianas” como la más consumida de 2016 a 2019, manteniéndose desde entonces en el top 5 de las categorías más buscadas. Es un claro ejemplo de la sexualización que sufren las mujeres que se identifican con esta orientación sexual (Infobae, 2022). Además, las mujeres bisexuales enfrentan el estereotipo de promiscuidad, lo que puede resultar en discriminación y violencia. Por ejemplo, en Sudáfrica se han documentado casos de “violaciones correctivas” contra lesbianas y mujeres bisexuales que han tenido preferencia por salir con otras mujeres, donde se busca “corregir” su orientación sexual a través de la violencia sexual (Naciones Unidas, 2011).
Estos estereotipos y la violencia asociada no solo afectan la percepción social, sino que también tienen consecuencias directas en la salud mental y el bienestar de las mujeres lesbianas y bisexuales. La invisibilidad y la hipersexualización contribuyen a la marginación, afectando su autoestima y acceso a servicios de apoyo. Es fundamental reconocer y desafiar estos estereotipos para promover una sociedad más inclusiva y respetuosa. La representación adecuada en los medios y la educación sobre la diversidad sexual y de género son pasos esenciales para combatir la discriminación y apoyar a las mujeres de la comunidad LGBT en su derecho a vivir libremente y sin prejuicio.
- Dos caminos: El impacto de la educación en la vida de las mujeres
La educación es un pilar fundamental para el desarrollo humano, entendido no sólo en términos económicos, sino como la posibilidad de que las personas realicen plenamente su potencial y lleven una vida productiva y creativa acorde con sus necesidades e intereses (Carreño, 2009, p. 205). En este contexto, la educación es una de las principales herramientas para el empoderamiento de las mujeres, ya que influye directamente en su autonomía, crecimiento personal y, además, en el desarrollo de sus comunidades.
Según Carreño, los efectos positivos de la educación en las mujeres no solo se reflejan a nivel individual, sino que también contribuyen al bienestar social y al crecimiento económico de su entorno (2009, p. 206). Esto se debe a que, según UNICEF, cuando una mujer educada decide ser madre, su formación impacta en la salud, la nutrición y las oportunidades educativas de sus hijos (UNICEF, 2004, pp. 17-20). De hecho, los efectos en la salud son tan significativos que se estima que, por cada año adicional de educación materna, la tasa de mortalidad infantil (menores de cinco años) se reduce entre un 5 % y un 10% (UNICEF, 2004, p. 19). Por ello, es fundamental garantizar mayores niveles de educación para las mujeres, ya que su ausencia no solo marca grandes brechas en sus oportunidades económicas, sociales y políticas, sino que también tiene repercusiones a nivel social.
Desde la perspectiva de la interseccionalidad, es importante destacar que la desigualdad no está determinada únicamente por el género, sino también por el nivel educativo. Así, la falta de acceso a la educación no solo profundiza la brecha de género, sino que también agrava situaciones de vulnerabilidad cuando se combina con otros factores como la pobreza, la ubicación geográfica o la etnicidad.
En el Perú, según datos del 2023, el 31.4% de las mujeres con secundaria completa no cuenta con ingresos propios, mientras que este porcentaje se reduce al 16.7% entre las mujeres con educación superior completa(Instituto Nacional de Estadística e Informática [INEI], 2023a). Asimismo, la tasa de empleo entre las mujeres varía según su nivel educativo. Tal es así que, en 2023, las mujeres con educación superior alcanzan una tasa de empleo del 21.4%, mientras que aquellas sin educación superior apenas llegan al 17.7%(INEI, 2023b). Estas diferencias no solo evidencian la importancia de la educación superior en las mujeres, sino que también demuestran su impacto en la independencia económica y en el acceso a mejores oportunidades laborales. Así, un mayor nivel educativo está directamente relacionado con el empleo formal y una mejor remuneración. En contraste, la falta de educación secundaria o superior incrementa la probabilidad de que una mujer no se inserte al ámbito laboral, se desempeñe en el sector informal, realice trabajo doméstico no remunerado o dependa económicamente de su pareja o familiares.
Del mismo modo, Durán señala que el nivel educativo de las mujeres influye directamente en su grado de participación política, acceso a la justicia y riesgo de violencia de género(2019, p, 119). En cuanto a este último aspecto, Duran ha identificado que las mujeres con mayor nivel educativo y acceso al empleo tienen más posibilidades de salir de situaciones de violencia o vulnerabilidad en comparación de mujeres con solo empleo o sin educación completa (2019, p. 120). Es interesante notar que la escolaridad por sí sola no necesariamente disminuye el riesgo de ser víctima de violencia reciente; sin embargo, cuando la educación se combina con el empleo, sí se observa una reducción en la incidencia de violencia (Duran 2019, p. 119-121). Este dato subraya la importancia de garantizar el acceso a la educación, pues, según los datos previos del INEI, una mujer con estudios tiene muchas más probabilidades de obtener un empleo formal en comparación con aquellas que no han recibido educación.
En conclusión, la educación es una herramienta clave para el empoderamiento de las mujeres, ya que influye en su acceso al empleo, autonomía, participación en la sociedad, fortalece el desarrollo de sus comunidades, etc. No obstante, desde la interseccionalidad, podemos notar que su impacto no es uniforme, pues factores como la pobreza y la etnicidad agravan las desigualdades. Por ello, la lucha por la igualdad no debe centrarse únicamente en eliminar el machismo, sino en derribar las barreras estructurales que limitan el acceso a la educación y perpetúan la exclusión.
- Las barreras que enfrentan las mujeres trans en una sociedad cisgénero:
Mientras que las mujeres cisgénero enfrentan barreras estructurales como la brecha salarial, la violencia de género y la falta de representación, las mujeres trans viven una doble discriminación que combina el machismo con la transfobia. Como resultado, enfrentan mayores dificultades para acceder a atención médica, empleo, reconocimiento legal y a mayor exposición de violencia. Evidenciando que ser mujer no es igual para todas.
En el Perú la discriminación que sufren las mujeres trans se traduce en violencia, constituyendose como estructural cuando proviene del Estado. Uno de los ámbitos donde esta violencia estructural se manifiesta contra dicha población es en los servicios de salud públicos (Liendo, et al., 2014, p. 9). Esto resulta particularmente alarmante en tanto se atenta directamente contra un derecho básico, como lo es el de la salud. En ese sentido, “las mujeres transexuales, a diferencia de las personas cisgénero, afrontan una serie de dificultades en el uso y acceso a los servicios de salud debido a su identidad de género” (Stuart, et al., 2015). Es necesario recalcar que estas mujeres son víctimas de múltiples formas de discriminación en los centros médicos que se traducen a barreras que impiden el buen cuidado de su salud.
Ello se evidencia en los constantes actos de discriminación dentro de los entornos clínicos que convierten este ambiente en represivo y humillante para aquellas mujeres trans que acuden en busca de atención. Stuart et al. (2015) señala que entre las formas más comunes de discriminación se encuentran las miradas lascivas por parte del personal de salud, el irrespeto a su identidad de género mediante el uso incorrecto de pronombres, el trato distante, la atención limitada solo a su salud sexual, el maltrato físico y, en algunos casos, la negativa a atenderlas. Esta exclusión suele justificarse bajo estereotipos de género, donde su vestimenta o expresión de género no se ajusta a las expectativas impuestas al nacer. En un país donde el acceso a los servicios de salud ya es limitado para muchas personas, resulta aún más grave que quienes logran acceder a un establecimiento médico sean víctimas de discriminación y exclusión, negándoles un derecho fundamental.
Respecto al ámbito laboral, una de las primeras limitantes empieza durante su formación académica. Según Conron et al. (2022) “debido al acoso y discriminación en centros educativos se ha demostrado que hay mayores tasas de deserción escolar entre las personas trans” (p. 4). Asimismo, de acuerdo con la II Encuesta Nacional de Derechos Humanos en Perú (2019) se encontró que entre las personas empleadoras que participaron en la encuesta, únicamente el 36% dijo estar dispuesto a contratar a una persona trans. Incluso cuando logran obtener las certificaciones necesarias para acceder a determinados empleos, las mujeres trans siguen enfrentando procesos de selección en los que son descalificadas o desfavorecidas. En muchos casos, basta con que su apariencia física no coincida con el género registrado en sus documentos para ser automáticamente descartadas, reforzando así la exclusión y la precarización de su acceso al trabajo formal.
En suma, un informe de Promsex (2021), que evidencia cómo, al establecer una jerarquía en cuanto a las oportunidades laborales, «primero está el hombre, segundo la mujer casada [heterosexual], tercero la mujer soltera [heterosexual], cuarto la lesbiana femenina, quinto la lesbiana masculina y, en último lugar, las personas trans» (citado en Iturrioz, 2024). Las mujeres trans enfrentan múltiples barreras para mantenerse en sus puestos de trabajo. La discriminación y la violencia no cesan una vez contratadas, sino que emergen a través de comentarios malintencionados o humillantes, hostigamiento, presión para ocultar su identidad o expresión de género e incluso agresiones físicas. En nuestra sociedad, el empleo está estructurado sobre la base de un binarismo de género que favorece a los hombres y coloca a las mujeres en posiciones de menor reconocimiento y remuneración. Las mujeres trans, al desafiar estas normas tradicionales, se encuentran en una posición aún más vulnerable, ya que su identidad de género es frecuentemente cuestionada o invalidada dentro de los espacios laborales.
En adicción, El Instituto Runa de Desarrollo y Estudios sobre Género (2006) identificó que las mujeres trans en situación de calle o dedicadas al comercio sexual son las más expuestas a agresiones físicas y verbales. En muchos casos, la violencia que sufren no solo proviene de civiles, sino también de la policía y otros cuerpos de seguridad, quienes las someten a abusos que incluyen robos de sus pertenencias y ganancias. Esta situación no solo refleja una grave vulneración de derechos humanos, sino que también evidencia la intersección entre la transfobia institucional, perpetuando un ciclo de exclusión y violencia sistemática contra las mujeres trans. Este grupo cuenta con menor reconocimiento legal, así pues, el derecho a la identidad de género sigue siendo un punto álgido en la situación jurídica de las mujeres trans en nuestro país, debido a que su reconocimiento se encuentra condicionado por sistemas legales y administrativos que exigen procedimientos médicos, judiciales o burocráticos costosos y excluyentes.
- Cuando la desigualdad de género y la pobreza se entrecruzan:
La desigualdad de género afecta a todas las mujeres, pero su impacto es aún más severo en aquellas que viven en condiciones de pobreza. La intersección entre género y clase social profundiza las brechas de acceso a derechos básicos perpetuando un ciclo de exclusión y vulnerabilidad. Las mujeres en situación de pobreza enfrentan mayores barreras para acceder a oportunidades económicas, sufren más violencia de género y tienen menos posibilidades de exigir justicia o protección legal. Además, las responsabilidades del trabajo doméstico y de cuidado, que recaen desproporcionadamente sobre ellas, limitan aún más su autonomía y desarrollo. En este contexto, la desigualdad de género no solo se mantiene, sino que se agrava, reproduciendo condiciones de desventaja que afectan a generaciones enteras.
Las mujeres constituyen un grupo especialmente vulnerable dentro de la población en situación de pobreza, ya que enfrentan una carga desproporcionada de trabajo no remunerado, una mayor dependencia económica de los hombres proveedores y una concentración en empleos informales con bajos salarios (INEI, 2008). Esta realidad evidencia cómo la pobreza afecta de manera más severa a las mujeres, profundizando la brecha de género. Según Alonso del Val (2022), el concepto de feminización de la pobreza hace referencia a las barreras sociales, económicas, judiciales y culturales que limitan el acceso de las mujeres a mejores condiciones de vida, exponiéndolas a mayores niveles de precariedad y restringiendo su acceso a derechos fundamentales. Generando una disparidad aún mayor entre aquellas mujeres que tienen acceso a recursos y aquellas que, debido a la pobreza, enfrentan múltiples obstáculos para su autonomía y bienestar.
En la sociedad peruana, las mujeres siguen enfrentando dificultades y limitaciones para acceder a sus derechos en igualdad de condiciones con los hombres. Sin embargo, el impacto de estas desigualdades varía según el contexto socioeconómico. Las mujeres de clases más privilegiadas tienen mayores oportunidades para alcanzar su autonomía, mientras que aquellas que provienen de entornos marcados por la pobreza enfrentan obstáculos aún más profundos. “La pobreza frena su independencia económica, el acceso a recursos o a derechos como la educación y la salud, genera menos protección ante la violencia y suma más dificultades para tomar decisiones o participar de forma activa en la vida política” (Leitón, 2005, p. 4). La falta de acceso a educación de calidad, empleo digno y servicios básicos como el agua, saneamiento y la justicia limita sus posibilidades de desarrollo, restringiendo sus derechos y perpetuando un ciclo de desigualdad estructural.
Esta realidad impacta directamente su futuro, ya que, en promedio, las mujeres con educación secundaria ganan casi el doble que aquellas que no han recibido ningún tipo de educación. Las mujeres en situación de pobreza enfrentan mayores tasas de deserción escolar debido a la necesidad de trabajar desde temprana edad o asumir responsabilidades domésticas. Sus dificultades también incluyen la presencia de estereotipos de género y la ausencia de un entorno de apoyo emocional. Además, muchas deben recorrer largas distancias diariamente para asistir a escuelas que, con frecuencia, carecen de infraestructura adecuada y de docentes capacitados en aspectos esenciales como educación sexual, soporte socioemocional e igualdad de género, lo que perpetúa un sistema educativo que no responde a sus necesidades y limita sus oportunidades de desarrollo.
La pobreza aumenta el riesgo de violencia de género, ya que muchas mujeres de clase baja dependen económicamente de sus parejas o familiares, lo que dificulta que puedan salir de situaciones de abuso. Además, viven en entornos donde el acceso a la justicia y a servicios de protección es más limitado, y en muchos casos, la violencia institucional también las revictimiza (Flores, 2023, p. 26). En definitiva, su acceso a la justicia se ve obstaculizado por limitaciones financieras, el analfabetismo, la falta de instrucción y de información, la falta de confianza en sí mismas, la complejidad de los procedimientos, la desconfianza y el temor basados en su experiencia frente al sistema judicial y el lento ritmo con el que se imparta justicia. Ello resulta particularmente preocupante, dado que las personas que viven en la pobreza tienen más probabilidades que otras de ser discriminadas y sus derechos humanos fundamentales frecuentemente se violan con impunidad. Demostrando dos desigualdades interconectadas, género y pobreza, que vulneran aún más los derechos de las mujeres.
- Mujeres en el ámbito laboral: Entre el Trabajo y el Hogar
El acceso al trabajo remunerado ha sido clave en la lucha por la igualdad de género. Tal y como señala Meza, el mercado laboral es un pilar fundamental para la inclusión de las mujeres en la esfera productiva, permitiéndoles transformar sus expectativas e ideas y, sobre todo, contribuir activamente al desarrollo de la sociedad (2018, p.19). Sin embargo, no todas las mujeres poseen acceso a las mismas oportunidades laborales. Muchas continúan desempeñándose como amas de casa, un rol históricamente invisibilizado y no remunerado, mientras que otras acceden a empleos de oficina con realidades dispares, ya que estos pueden ofrecer salarios justos y derechos laborales o, por el contrario, ser precarios y mal remunerados. Desde la perspectiva de la interseccionalidad, estas diferencias no pueden analizarse solo desde el género, sino que también están influenciadas por la educación, la clase social y las estructuras económicas que perpetúan la desigualdad.
A continuación, se analizarán las diferencias en oportunidades, derechos y desafíos que enfrentan tanto las mujeres que acceden a empleos remunerados, como los trabajos de oficina, como aquellas que desempeñan labores no remuneradas, como el trabajo doméstico.
En los últimos años, el acceso de las mujeres al empleo formal ha experimentado un aumento significativo. Sin embargo, esto no significa que se hayan superado los desafíos relacionados con la equidad de género en el ámbito laboral. Por el contrario, aún persisten barreras que limitan su desarrollo profesional y económico. En este contexto, es posible identificar cuatro problemáticas principales: la discriminación en el acceso al empleo, las condiciones laborales desfavorables y la desigualdad en la remuneración.
En primer lugar, el acceso de las mujeres al mundo laboral sigue estando condicionado por diversas formas de discriminación. La interseccionalidad juega un papel clave en este problema, pues las barreras no solo se deben al género, sino también a factores como el nivel educativo, el estado civil, la etnicidad e incluso el círculo social. En la práctica, muchas empresas priorizan la contratación de mujeres con mayor formación académica y, de manera discriminatoria, prefieren a aquellas que son solteras y sin hijos, bajo la creencia de que podrán dedicar más tiempo al trabajo.En esta línea, Mateos (2010, p. 137) señala que numerosas empresas optan por contratar hombres en lugar de mujeres con hijos o con deseos de ser madres, ya que consideran que la maternidad genera interrupciones en la vida laboral. Mientras tanto, los hombres, en su mayoría, no ven afectada su trayectoria profesional por la paternidad.
En segundo lugar, en lo que respecta a las condiciones laborales, las mujeres suelen enfrentarse al llamado “techo de cristal”, un fenómeno que limita su crecimiento profesional. Este concepto se define como “una barrera invisible que obstaculiza a las mujeres para alcanzar la cima de los escalones jerárquicos; de esta forma se limita el desarrollo de su carrera laboral, y a su vez conlleva discriminaciones salariales y ocupacionales” (Meza, 2005, p. 13). En otras palabras, a diferencia de sus pares hombres, las mujeres enfrentan mayores dificultades para acceder a puestos de liderazgo o alcanzar ascensos dentro de sus organizaciones, no por falta de méritos o capacidad, sino debido a prejuicios y desigualdades estructurales basadas en el género.
Finalmente, en lo que respecta a la remuneración, una de las principales problemáticas que enfrentan las mujeres en el ámbito laboral es la brecha salarial. Según el Instituto Peruano de Economía (IPE), en el Perú, la brecha promedio a nivel nacional es del 25%. Esto significa que, por cada S/1 que gana un trabajador masculino, una trabajadora femenina recibe, en promedio, solo S/0.75 (IPE, 2024, s.p.). La situación es aún más crítica en el ámbito regional y en las zonas rurales del país, especialmente en Pasco, Moquegua y Lima, donde la brecha salarial alcanza el 36% (IPE, 2024, s.p.). Estas cifras resultan alarmantes, ya que, según estimaciones del IPE, tomaría aproximadamente 50 años cerrar esta brecha. Es innegable que esta desigualdad es injusta y frustrante, pues implica que, aun desempeñando exactamente las mismas funciones, las mujeres continúan recibiendo una menor remuneración únicamente por su género.
Por otro lado, a pesar de los avances en la inserción laboral de las mujeres, el trabajo doméstico y de cuidados sigue recayendo mayoritariamente sobre ellas, sin reconocimiento ni remuneración. Esta desigualdad tiene sus raíces en la división sexual del trabajo, que ha asignado históricamente a los hombres el rol productivo —relacionado con la actividad económica y la toma de decisiones—, mientras que a las mujeres se les ha atribuido el rol reproductivo, vinculado al hogar y a la crianza (Meza, 2018, p. 15). Como resultado, el trabajo doméstico se ha considerado una responsabilidad natural de las mujeres y, por tanto, ha permanecido invisibilizado y desvalorizado. Sin embargo, la creciente participación de las mujeres en el ámbito laboral no ha ido acompañada de una redistribución equitativa de las responsabilidades en el hogar. Esto ha dado lugar a la llamada “doble jornada”, en la que muchas mujeres, tras cumplir con su empleo remunerado, continúan asumiendo la mayor parte de las tareas domésticas y de cuidado. En consecuencia, enfrentan una sobrecarga de trabajo que limita su desarrollo profesional, su tiempo de descanso y su bienestar general.
Por tanto, aunque el acceso al empleo formal representa un avance en la lucha por la igualdad de género, también evidencia la necesidad de cambios estructurales que promuevan una distribución más justa del trabajo dentro y fuera del hogar. Desde una perspectiva interseccional, es fundamental reconocer que las oportunidades laborales de las mujeres no dependen únicamente de su voluntad, sino de múltiples factores estructurales que condicionan su acceso al trabajo, su desarrollo profesional y su calidad de vida.
En conclusión, analizar el ámbito laboral desde la interseccionalidad nos permite entender que no todas las mujeres enfrentan la misma desigualdad. Mientras unas luchan por la equidad en las oficinas, otras enfrentan la invisibilización de su trabajo en el hogar. Sin duda, la verdadera igualdad no se logrará hasta que se reconozca el valor del trabajo doméstico y se creen condiciones justas para que todas las mujeres puedan acceder a empleos dignos si así lo desean.
- Más allá de la Capital: Ser mujer fuera de Lima
Según datos de la Compañía de Estudios de Mercados y Opinión Pública (CPI) de 2022, la población femenina en el Perú asciende a aproximadamente 16,569,600 mujeres. De este total, Lima alberga alrededor del 36.4%, lo que equivale a aproximadamente 6,034,000 mujeres. En contraste, regiones como Piura cuentan con una población femenina de aproximadamente 1,052,700 mujeres. Esta concentración en la capital refleja una mayor disponibilidad de servicios educativos, laborales y culturales. Por otro lado, las mujeres que han nacido, crecido y viven en provincia enfrentan limitaciones en oportunidades de desarrollo personal y profesional debido a menores infraestructuras y recursos.
No es la primera vez que se habla del centralismo que sufre el Perú, pero es pertinente recordar cómo la administración pública funciona de manera diferente en las distintas regiones del país, ya que no en todos lados se tiene acceso a servicios públicos de calidad. Uno de los ejemplos más obvios es el derecho a la educación, y hay que recordar que, según el INEI, en 2022 la población femenina joven de 15 a 29 años ascendía a un total de 4,051,779 mujeres, representando el 51.56% del total de jóvenes del país (Senaju, 2023).
En general, en el grupo de personas entre 25 y 29 años, la tasa de culminación de secundaria es del 79% para las mujeres, mientras que en los hombres alcanza el 82.3%. Esto sugiere que, a medida que avanzan en edad, las mujeres enfrentan más barreras para completar su educación. A pesar de estos desafíos, las mujeres jóvenes han logrado un mayor acceso a la educación superior, con un 29.1% frente al 26.4% en hombres. Sin embargo, su presencia en áreas estratégicas como Ciencia, Tecnología e Innovación (CTI) sigue siendo limitada, representando sólo el 29.2% de los estudiantes en estas disciplinas. Esta brecha de género en carreras tecnológicas y científicas no solo restringe su participación en sectores clave para el desarrollo, sino que también impacta en sus oportunidades laborales y nivel de ingresos en el futuro. Si a esto le sumamos la mala calidad de la educación pública en las provincias, la falta de colegios bien equipados y la escasa accesibilidad a centros de estudio, se obtiene una combinación de obstáculos sistemáticos que afectan especialmente a las mujeres en provincia.
Por otro lado, el Informe Nacional de Juventudes 2021: Reactivación económica y brechas pendientes de la Senaju señala que, en el ámbito educativo, se han logrado avances en la reducción de las brechas de género. Sin embargo, persisten desigualdades significativas, especialmente entre las mujeres de zonas rurales y urbanas. Mientras que el 85.6% de las mujeres en áreas urbanas tienen acceso a la educación, esta cifra desciende al 70.2% en el caso de las mujeres rurales, evidenciando una disparidad preocupante en las oportunidades educativas.
Las mujeres de provincia, además, muchas veces se ven sometidas a una cultura machista y opresora. A pesar de que el machismo es un problema general en todo el Perú, no podemos olvidar que nuestro país es multicultural y que muchas de estas culturas históricamente han sido más conservadoras. Un ejemplo importante es que, en zonas alejadas de la capital, las mujeres son mucho más propensas a la violencia económica. Por ejemplo, solo el 22% de las mujeres rurales poseen títulos de propiedad, lo que limita su autonomía económica. Además, el 58% de las mujeres en áreas rurales trabajan en actividades no remuneradas, lo que refleja una significativa desigualdad de género en el ámbito laboral (MIDAGRI, 2023). Esto, combinado con la falta de educación, también dificulta el acceso de las mujeres en estas zonas del país a la justicia y la posibilidad de obtener protección cuando se encuentran en situaciones de violencia.
Hay que reconocer que el gobierno, para abordar estas desigualdades, ha implementado políticas como la Política Nacional de Igualdad de Género de 2019 y la Ley de Paridad de Género de 2020. Además, la Ley N.º 30982, promulgada en 2019, modifica la Ley General de Comunidades Campesinas para fortalecer el rol de la mujer en estas comunidades, estableciendo que las directivas comunales deben incluir al menos un 30% de mujeres.Sin embargo, no podemos olvidar que aún estamos en camino hacia una verdadera protección de estas mujeres, que sufren más de un tipo de violencia.
En conclusión, el análisis de la interseccionalidad nos permite comprender que la desigualdad de género no afecta a todas las mujeres de la misma manera. Las barreras estructurales que enfrentan varían según su identidad de género, orientación sexual, nivel educativo, clase socioeconómica y lugar de residencia. En el Perú, estas desigualdades se manifiestan de distintas formas, desde la discriminación y la violencia hacia las mujeres queer, hasta la falta de acceso a oportunidades educativas y laborales para las mujeres de provincia. A pesar de los avances en políticas públicas y legislaciones orientadas a reducir las brechas de género, las mujeres continúan enfrentando desafíos significativos en distintos ámbitos. La educación, por ejemplo, ha sido un factor clave para el empoderamiento femenino, pero sigue existiendo una brecha en el acceso y culminación de estudios, especialmente en las zonas rurales. Asimismo, la discriminación laboral y la precariedad económica afectan de manera desproporcionada a las mujeres, limitando su autonomía y posibilidades de desarrollo. Las mujeres trans, además, sufren una doble marginación que combina el machismo con la transfobia, lo que restringe sus oportunidades en el sistema de salud, el mercado laboral y el acceso a la justicia. Del mismo modo, la pobreza agrava aún más las desigualdades de género, ya que las mujeres en situaciones de vulnerabilidad económica tienen menos posibilidades de salir de círculos de violencia y exclusión social. En este contexto, resulta urgente continuar promoviendo políticas inclusivas que aborden las desigualdades de manera interseccional. La lucha por la equidad de género no puede centrarse únicamente en el acceso a derechos básicos, sino que debe considerar las distintas formas de exclusión que afectan a las mujeres en función de su contexto social, cultural y económico. Solo a través de un enfoque integral y transformador será posible construir una sociedad más justa e igualitaria, donde todas las mujeres, sin excepción, puedan ejercer plenamente sus derechos y acceder a una vida digna.
Bibliografía:
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